Si bien la famosa década de “los sesenta” nos dejó una serie de mitos de un valor ciertamente mucho más sólidos que los iconos modélicos de la actualidad , ya por la profundidad y alcance de sus ideas como la calidad de su compromiso con las mismas, también es cierto que nos dejó grabado a fuego que si se quiere dar algún tipo de significado a la vida, hay que morir de cualquiera de las diversas maneras que hay de hacerlo, pero eso sí con una condición: siempre joven y bello.
Por todos los costados de mi educación agnostica, materialista, en teoría sofisticada, recibí el mensaje del sacrificio y de la superioridad moral en el acto de la inmolación, sin variación alguna con el respeto sepulcral al martirio. Y el hecho de contar entre mis parientes con con uno de los mayores iconos revolucionarios de la Historia, lejos de contribuir a distanciarme de este adoctrinamiento logró grabármelo en el hipotálamo, aún cuando creía alejarme de este a través de la rebeldía contra los convencionalismos establecidos. Y no obstante sienta todavía un enorme apego por los cerebros que albergaron aquellos ideales mesiánicos o sus sucedáneos como la locura, el alcohol, las drogas o cualquier medio condenatorio a un final prematuro, poético y trágico, estoy también en condiciones de asegurar que todo eso no ha sido más que pura basura.