Me encontré en Coto con el plomero Pablo

#PHBoedo

Me considero un tipo abierto que respeta a todas las minorías. No me voy a poner a discutir acá si estamos ante una enfermedad, una desviación psicológica, una simple elección de vida o una perversión… aunque no comparta su estilo de vida, a los vegetarianos los respeto como son.

El lunes por la tarde me encontraba caminando por el Coto de la calle Independencia, aprovechando el descuento del quince por ciento, y veo entre la multitud al plomero Pablo, y unos metros más allá, cerca de la góndola de los vegetales, a su infatigable hijo.

Nota del autor: El plomero Pablo no es un hijo de puta cualquiera. Para continuar es conveniente saber bien de quién estamos hablando. Click aquí

Me escondí detrás de la góndola del pan, aprovechando para agarrar el pan “Komogusta”, tal como me había encomendado Sharon.

Si me preguntaran qué me atrae del pan “Kómogusta”, diría “nada”, o sólamente el precio. Por su sabor escaso, definitivamente no recomendaría este pan.

De cualquier modo, lo que pude observar… bah!, quiero aclarar primero que no estoy siguiendo al plomero Pablo ni a su hijo. Simplemente los estaba observando porque, dadas mis experiencias pasadas con ellos, digamos que no confío en esta gente.

Lo que pasó entonces es que al girar la cabeza, veo al pasar al hijo del plomero Pablo metiéndose uvas en la nariz. Uvas negras.

Primero las acariciaba, como intentando comprender su textura, y si pasaban este primer control, luego las introducía en su nariz por unos segundos, para seleccionar únicamente aquellas que cumplieran con alguna característica que no pude determinar.

Me molestó mucho ver que estos timadores profesionales compraran verdura en Coto, la frutería más cara del barrio, mientras yo todavía estoy intentando reponerme de su engaño. Me imaginé a estos dos veganos embusteros sentados alrededor de una mesa redonda, contando billetes y riéndose de mi. El hijo de Pablo saca una naranja de su bolsillo, se la muestra al Papá, y se empiezan a reir con más fuerza…

Este pensamiento, más verlos en esa verdulería burguesa, me embroncó todavía más, aunque también tengo que reconocer que si quisiera meterme uvas en algún orificio de mi cuerpo probablemente no iría a la frutería de Boedo y Estados Unidos. Simplemente no siento que cumplan con las normas básicas de salubridad que garanticen una introducción saludable.

De cualquier modo me acerqué al plomero Pablo y le dije “Hola Pablo, ¿cómo estás? disculpá que te moleste”

Pablo retrocedió, se tocó los bolsillos, miró a los costados en busca de la salida más cercana, se secó el sudor de la frente y dijo… “Hola, ¿pasó algo?”

“Si, gordo puto, pasó que me clavaste con el arreglo de la canilla hace tres meses ya…”, pensé en decirle… pero no me animé.

Es obvio que Pablo se reconoce culpable del delito de estafa y su cuerpo lo manifiesta una y otra vez. No me sorprendería que sea víctima de una psoriasis psicosomática grave.

—Pablo… —le dije—. No sé si notaste que el vegano infradotado de tu hijo está midiendo el diámetro de las uvas con la nariz…

Tengo que reconocer que yo estaba muy enojado con esta gente por lo que me hizo en diciembre. No suelo ponerme así de violento por cualquier inserción nasal de alimentos que presencie.

—Yo no soy un especialista… —le advertí—, pero… ¿crees que a tu hijo le puede estar faltando un poco de carne en el cerebro?

Pablo hizo un pequeño movimiento. Recién ahí yo tomo conciencia de que estoy rodeado entre las góndolas de fruta, el cuerpo de Pablo y un grupo de curiosos que asistían a la situación.

Empecé a retroceder despacio, abrazado al pan “Komogusta”, como buscando protección en esta marca que hace unos momentos había despreciado.

Retrocedí unos metros más y le dije: “Pablo, tu hijo está pidiendo un poco de atención… Es fundamental que dejes de estafar full-time y le dediques las tardes a este vegano poseso”

Seguí retrocediendo unos metros más. Yo ya estaba muy asustado, finalmente me decidí y empecé a correr hacia la salida de la calle Boedo. No consideré prudente detenerme en la fila de caja, por lo que tiré el pan, salí del Coto y me perdí entre la gente.

En la esquina me esperaban Sharon y Nico. Llegué aturdido y sudado, nervioso. Sharon me dice —¿y el pan?

—¿podés creer? —le digo— parece que hay faltante de pan por el control de precios.

Ir al capítulo anterior