El mundo de los mortales

#CuentosCortos
Está bien que subas a ese tren.
Aunque tenga que aceptar que cuando lo hagas, a mí se me va a terminar todo.
Es justo que lo diga así. La verdad, es lo que siento. Nunca supe esconder demasiado lo que me nace desde adentro.
Y vérselas cara a cara con la derrota y dejársela tan fácil, es algo a lo que no estoy muy acostumbrado.
Pero bueno, no es culpa tuya ni mía. Seguramente son los planetas conspirando, o la suerte mirando para otro lado, haciéndose la desentendida, como si no pasara nada, y vos ahí tan libre, y yo acá tan preso de tu libertad, y por qué no de la mía también, que te juro que ya no la quiero. 
Qué sencillo sería girar para el otro lado de la estación y cerrar los ojos, pensar que ya está, que ya te fuiste, que no sirve de nada buscarle explicaciones a lo inexplicable. Qué sencillo sería cruzar de vereda y perderme por las calles de Devoto, mientras la gente sigue en sus charlas, en sus cafés a medio terminar, en sus abrazos sin amor, en sus discusiones interminables.
Qué sencillo sería subirme al colectivo y mirar por la ventanilla, ahogarme para siempre en mi propio silencio, y no decir nunca más nada, porque sabés que soy así, bien extremista, o blanco o negro, y si no te tengo, para qué hablar, para qué regalar palabras de mi boca, si no tengo nada interesante, nada necesario, nada fundamental que valga la pena decir.
Sí, sería muy sencillo hacer todo eso.
Incluso te diría que hasta sería sano. Olvidarme de una buena vez por todas de lo que nos salió mal. Borrarte de mi cabeza y arroparme en la certera aceptación de tu partida. Levantarme a la mañana y darme cuenta que no está el perfume que tanto te gusta usar, endulzando la habitación.  Y así, de a poco, ser parte otra vez del mundo que comparto con el resto de los mortales, ese mundo que habíamos abandonado cuando éramos dos, y nada más que dos, para vivir en el nuestro, ese mundo que inventamos vos y yo.
No soy demasiado aficionado de las simplicidades ni de las sencilleces. Creo que lo tendrás más que claro. Un tipo rebuscado. Muy.
Por eso no puedo irme. Te aseguro que no puedo. Me encantaría hacerlo. Porque nadie más que yo sabe que está bien que te subas a ese tren. Para empezar todo de nuevo. Para barajar y dar de vuelta. Para volver a ser la que eras, la que sonreía, la que tenía una respuesta para todo, la que creía que algunas cosas no eran imposibles, y si lo eran, no se resignaba a darles el gusto de serlo.
Esa mujer de la que me enamoré, esa mujer que me rompió los esquemas y me mostró que hay algo más que la propia sombra y las huellas que dejamos en el camino, esa mujer que se abrió paso entre la muchedumbre del bar y me dijo al oído que si no la dejaba de mirar se iba a terminar poniendo de novia conmigo.
Ahora que lo pienso, te hubiera hecho un favor si corría la mirada. O si hacía que no te había entendido lo que me decías.
Pero ahí tampoco tuve chance. Cómo iba a tenerla si me envenenaste con los dardos de tu simpatía, y te me metiste entre los huesos, a fuerza de besos furtivos y miradas centelleantes. No había forma. Disculpame, de verdad.
Nunca entendí demasiado bien por qué en situaciones como éstas, siento que el tiempo pasa de forma diferente.
No sé, te veo ahí, moviéndote en el andén, a punto de salir del mapa de mi existencia, y es como si estuvieras caminando en cámara lenta, como en una película, y yo no tengo el coraje para poner stop, acercarme hasta donde estás vos y cambiar de una vez por todas el curso de esta historia.
Lo bueno es que no hayas notado que estoy a diez pasos tuyos. Es mejor evitarnos la ineludible crueldad de la despedida.
Que duela lo menos posible. Eso corre por cuenta mía, ya sé. Tal vez debería darte la opción de que elijas.
El problema son los recuerdos. Contra eso no puedo hacer nada. Y mirá que intenté por todos los medios desterrarlos de mi cabeza.
Me hice una lista mental de los lugares por los cuales no debo pasar, de los libros que no tengo que leer, de las comidas que no tengo que comer, y así, siendo enteramente respetuoso de ese ritual, puedo acortarme los caminos y no encontrarte, esquivando las coordenadas que me llevan indefectiblemente hacia tus ojos, tu voz, tus manos, los cuchillos que se me clavan en el pecho si no estás.
Ya es hora. Es el paso que tenés que dar.
Podría correr, gritar, impedir de cualquier manera que lo hagas.
Tomarte por la cintura y mientras te das media vuelta, robarte un beso como cuando cantabas en la cocina.
Decirte que sin vos no soy nada, que no me importa lo que hicimos mal, los momentos en donde nos odiamos, donde no nos queríamos ni ver.
Decirte que si te vas, se va todo lo que soy, o lo que aprendí a ser a tu lado.
Decirte que no estoy muy seguro de si la felicidad existe, pero que si existe, unos mates junto a vos son lo más parecido.
Y probablemente, si los planetas vuelven a alinearse, y si la suerte tiene ganas de trabajar un poco de lo que le corresponde, vos me mirarías y me dirías que me calle, que estoy hablando de más, que no necesito ser cursi, porque igual te vas a quedar.
Pero no voy a correr, ni gritar, ni impedir que des el paso que sigue.
No sería justo.
Porque tu sonrisa está latiendo en el medio de la tarde, y no es para mí.
Es para vos misma, que volviste a ser la que eras, la que tenía una respuesta para todo, la que no se resignaba a las cosas imposibles.
Y no hay nada más brillante que tu sonrisa y tus convicciones, desplegadas como un pergamino que no se deshace frente a la adversidad.
Por eso me subo el cuello de la campera y te saludo sin que me veas.
Vos te sentás en el último vagón y mirás el reloj impaciente.
Yo salgo de la estación, cruzo la vereda y me pierdo por las calles de Devoto, mientras la gente habla o hace que habla, se besa o hace que se besa, y una vez que me subo en el colectivo, me ahogo en mi propio silencio,  y empiezo a recuperar la noción de cómo era vivir en este mundo, que ya no es el nuestro, es el mundo de los mortales.