Ramírez y el brillo

#CuentosCortos
Después de tanto tiempo, Ramírez empieza a entender.
Se da cuenta que la espera no fue en vano. Y le resulta tan extraño beber el elixir de esa sensación, que se larga a llorar como un nene. Llora como si nunca antes lo hubiera hecho. Y probablemente, nunca antes lo haya hecho. Por lo menos no así.
Intenta ocultar su debilidad pasándose fugazmente la yema de los dedos por la cara y se enjuga las manos con el borbotón de lágrimas que escapan debajo del manto inútil de sus párpados.
Agacha un poco la cabeza, se toma el mentón y luego sí, vuelve a levantar la mirada con cierta timidez.
En ese segundo en el que se le bloquea la razón y la retina se le nubla por completo, Ramírez trata de mantener con firmeza los pies sobre el suelo, erguirse lo más posible y nunca mostrarse endeble, como un Roble, y se le viene a la mente su padre hablando despacito, arrastrando la última sílaba, que en paz descanse el bueno de Ernesto.
La música lo ayuda a relajarse un poco, y de esa forma trata de no dejarse enceguecer por el brillo.
No es que no esté acostumbrado. Para nada. Al contrario.
Pero aunque no sepa bien cómo explicarlo, siempre le parece nuevo.
O renovador.
Sí.
Renovador le cae mejor a lo que Ramírez siente.
Y es quizás lo único que lo sorprendió durante el transcurso de toda su vida. Lo único que lo tomó de imprevisto.
Para alguien que acepta los vericuetos del camino, no es una anomalía que algo lo encuentre desprevenido.
Pero para alguien como Ramírez, alguien que nunca se la jugó por nada, que se dedicó a ver cómo los sueños le pasaban por al lado, que  siempre pensó que las cosas llegan y si no llegan no hay que pelear por ellas, bueno, para alguien así, una cortada en la ruta de su historia es todo un acontecimiento.
Ciertamente, podría haber sido otra señal ignorada por él. Un cerrar de ojos y asunto terminado. Ninguna evidencia de que algo distinto se asomó a su existencia. Ningún resabio. Sólo esquirlas y nada más.
Sin embargo, no pudo o no supo ignorar. Y fue ahí cuando apareció todo este tema del brillo.
Desde ese momento, las dudas lo fueron abrigando de a poco y sin notarlo, un abismo se abrió en su interior, mostrándole una realidad que desconocía. Y tras las dudas vino el miedo, y con ese miedo las punzantes ganas de huir, de abandonar eso que no sabía cómo se llamaba pero que siendo tan potente le hacía mal.
Por supuesto, huyó.
No estaba preparado. No sabía cómo actuar. No sabía qué decir ni qué hacer.
Se recluyó por un tiempo en su silencio. Volvió a sentirse cómodo, en su hábitat natural.
Pasaron varios meses, unos cuantos, hasta que en su cabeza cobró forma la sospecha de que era su última oportunidad.
Y eso que Ramírez no entendía mucho de oportunidades.
Pero tal vez no sólo fue aquella sospecha, sino también el vacío que le estrujaba el corazón.
Entonces, sin terminar de comprobar qué mecanismos se ponían en movimiento para hacerlo reaccionar, se paró frente al espejo y vio con tristeza en lo que se había convertido, un fantasma de sí mismo, una proyección viviente de sus peores miserias, y las rodillas le flaquearon un poco.
Luego de darse una ducha caliente, eligió su mejor camisa, se roció las muñecas con un perfume que guardaba en el último cajón de la mesada y sin pensarlo demasiado (si lo hubiera pensado probablemente no lo hubiera hecho) se dirigió a la puerta con paso cansino.
Se subió al tren de las 15, esperó que se desocupara un asiento al lado de la ventana y tras unos minutos se quedó dormido.
Cuando despertó ya estaba casi en la estación donde debía bajarse.
Afuera el frío empezaba a mostrar sus mejores armas, por eso y con una agilidad que no recordaba, se abrochó todos los botones del saco gris, y enrolló cuidadosamente la bufanda alrededor de su cuello para que el viento no pudiera ingresar bajo ningún punto de vista.
Caminó dubitativo las cuadras que lo separaban de su destino y tocó el timbre del departamento del fondo.
Hubo un instante en el que deseó que nadie contestara, y así lograr un doble cometido, no afrontar la situación y librarse de toda culpa.
Hasta que la puerta se abrió sin previo aviso y el brillo lo volvió a despertar. Le costaba respirar y se le cruzó por la mente salir corriendo.
Escaparse para siempre. Que nadie supiera nunca más de él.
Sólo que esa vez decidió no huir.
Se entregó por completo a la sutil ternura que despedían los labios tibios que tenía sobre los suyos.
Descubrió un sitio donde sentirse seguro, a salvo, alejado de las feroces trampas que la cotidianeidad le presentaba día a día.
Y en ese vaivén de impulsos que lo embargaba, aceptó que de alguna manera, por algún motivo que le era ajeno, podía ser feliz.
Aunque no fue ahí cuando empezó a entender.
Recién ahora es cuando eso sucede.
Recién ahora, mientras ella avanza del brazo de su padre, y toda la gente la observa, perfecta, y entre murmullos se rinden ante tanta belleza. Mientras las distancias se acortan y sus ojos se unen como imanes, inseparables. Mientras la siente suya, allí, llegando a su lado, sin saber por qué, ni cómo, sin creer en los milagros pero creyendo un poco, aceptando que las cosas llegan pero es más fácil que lleguen si se pelea por ellas, y llorando como un nene, porque las lágrimas curan, limpian heridas, y eso nunca puede ser malo.
La firmeza de los pies ya no le preocupa tanto, ni mostrarse tan endeble, después de todo, el viejo Ernesto debe andar por ahí, y su madre le sonríe a escasos centímetros, hasta que llega ella, y ahora son solamente dos.
Después de tanto tiempo, Ramírez entiende de qué se trata.
Pispea alrededor y todos, absolutamente todos, entrecierran un poco los ojos.
Y ahí comprende que su mujer ya no brilla sola, no es el único haz de luz encendido en la noche, porque pegado a su cintura, tomándola de la mano, está él, el propio Ramírez, el que ya no duda ni tiene miedo, el que ahora también brilla.