Querida Maru

#CuentosCortos
Querida Maru:
Hoy me levanté y pensé que es un buen día para contarte todo. Podría haber sido cualquier otro día, es verdad, pero es hoy, no sé bien por qué.
Nadie te explica cuál es la jornada indicada para hacer las cosas importantes. Simplemente suceden, uno se despierta y todo lo que acontece lo lleva extrañamente a esa situación en la que se ponen en juego decisiones de valor. Tal vez me esté equivocando y esta elección después sea desacertada. 
Es el riesgo que voy a correr. Puede que haber soñado con tu madre tenga algo que ver, no lo puedo negar. El problema es que ella no dijo nada en el sueño, se quedó en silencio mirándome, con sus ojos bien negros hundidos en los míos, y yo no pude entender qué quería decirme con esa mirada, pero cuando volví a la vigilia sentí un latido distinto en el medio del pecho, algo que me decía “Joaquín, ya es hora de que lo sepa”, y la verdad es que lo vengo pensando hace un montón y sí, es hora de que lo sepas. Ya no sos una nena. Tus hermanos piensan lo mismo. Y aunque no toda la familia esté de acuerdo, creo que es el momento.
Si encontrara las palabras justas sería mucho más fácil. Y mirá que lo ensayé mil veces frente al espejo, pero no hay caso. No sirve de nada.
¿Y sabés por qué no sirve de nada? Porque no hay ensayo que me prepare para tu reacción frente a la verdad. Sinceramente tengo que pedirte disculpas.
Tengo mucho miedo. Miedo de hacerte mal, de lastimarte de una forma que no pueda reparar, de ser el autor de una herida que jamás puedas sanar.
Y no podría perdonármelo nunca.
Por eso te estoy escribiendo esta carta, con toda la cobardía que esto pueda significar, pero es el único camino que encuentro para llegar hasta vos.
Lo que tengo que contarte tiene que ver con Mamá.
Con Mamá y con vos.
En realidad, con todos nosotros.
Hay un vacío en la casa desde que ella se fue. Un vacío enorme, que ni yo ni nadie pudo llenar. Vos eras muy chiquita, demasiado para entender lo que estaba pasando. Así y todo tratamos de que tu mundo no detectara esa falta. Hice lo que pude te lo juro, por ocupar ambos roles. Pero tengo defectos como cualquier otro padre y claramente no logré ser todo a la vez. Buscaste imperiosamente la imagen de una madre, alguien tierno, cariñoso, alguien que te comprendiera, que fuera tu cable a tierra frente a las piedras que te presentaba la vida. La encontraste en la abuela Irma, ella tenía todo eso que vos necesitabas.
Te devolvió un poco la esperanza, te hizo sentir que la angustia podía esfumarse, que había una manera de curarte las heridas.
Pero también se fue.
Y no puedo permitirme que pase el tiempo y que algún día yo también tenga que irme sin que termines de comprender.
Antes que nada voy a pedirte un favor. Sin eso, no hay manera de seguir adelante.
Necesito que no sientas culpa. Porque no sos culpable de nada, ¿entendiste? De nada.
Tu Mamá te amaba. Más de lo que vos puedas imaginarte.
Sé que muchas veces te enojaste con ella por haberse ido.
Sé que te enojaste con Dios, tanto que decidiste no volver a creer en él.
Y sé que aunque no me lo hayas dicho, también te enojaste conmigo, sólo para alivianar un poco tu dolor.
Hoy mi deseo es que ese dolor se apague del todo. Que desaparezca para siempre. O se transforme, no sé. Pero que no sea más dolor.
Que de una vez por todas sientas que ya no hay más vacío en la casa, que ella está ahí en los rincones, presente, que nunca se fue.
Lo difícil viene ahora, pero bueno, no quiero dar más rodeos.
Antes de tenerte, los doctores le aconsejaron no volver a quedar embarazada, porque eso podía representar un gran riesgo para su propia vida. Ella había sufrido una grave enfermedad y su cuerpo podía no llegar a soportarlo.
Lo debatimos mucho, tuvimos muchas discusiones, pero tu madre era una mujer de convicciones inquebrantables.
Yo no sabía qué hacer. Imaginate lo que fue para mí. Podía llegar a perder a la mujer que más amé en mi vida, pero también podía quitarle el sueño hermoso de volver a ser madre. A veces cuando me desvelaba en la madrugada, la encontraba mirando por la ventana, con los ojos vencidos y en el silencio le tomaba la mano sin decirle nada, porque no encontraba una palabra que fuera adecuada para calmarla. Entonces te buscamos. Nos ilusionamos pensando que quizás el amor era milagro suficiente para hacer que todo terminara bien. Y llegaste vos Maru.
No puedo explicarte la emoción que nos embargó a ambos. Me volvieron a temblar las piernas como a un nene y tu mamá lloraba sin parar, pero era ese llanto tan característico de Lidia cuando vibraba de alegría. Sí, ese mismo llanto que te agarra a vos y que no podés controlar.
No creo que te acuerdes porque sólo tenías tres años. Pasamos unas vacaciones junto al mar. A ella le encantaba el mar. Podía pasarse horas con los pies ahogados en la orilla, regalándole su sonrisa a las olas, y se me viene a la cabeza la última foto que les saqué, a ustedes con ella, vos en brazos y tus hermanos a los costados. Esa que tenés en la pieza al lado del televisor. La que cuando llega Enero te tomo prestada durante unas semanas, para no sentirla tan lejos.
Esa misma.
Fue ahí cuando empezaron los dolores. Lidia volvió a sentirse mal, y todo empeoró de a poco.
Hicimos lo posible porque ustedes no se dieran cuenta, pero tus hermanos eran más grandes, y ellos lo notaron rápidamente.
Por eso decidimos guardar el secreto frente a vos durante un tiempo. Esperar que pasara el tiempo para que pudieras comprenderlo mejor.
Pero como te dije antes tengo mucho miedo. Siempre fui un tipo que no se supo enfrentar a lo que teme. Quisiera ser más valiente, animarme a decir las cosas como son, dejar de escaparle a todo lo que pueda dañarme o dañar a los que quiero. Pero no puedo Maru. Te juro que intento.
Es esa la razón por la cual tardé tantos años en decirte la verdad. Y es ése el motivo por el que ahora estás leyendo todo esto enfrente mío, sin que yo pueda hablarlo normalmente, sin que pueda contártelo como corresponde.
Perdoname.
Mamá se pudo ir en paz porque existís vos.
Vos sos su sueño. Y el mío también.
Tenés todo el derecho de enojarte, de culparme por haberte ocultado la verdad.
Pero si me preguntás a mí, y aunque sé que no es momento de pensar en lo que yo quiero, te pediría una última cosa.
Que me mires a los ojos, que cada vez que me mirás puedo volver a verla a ella también.
Y que me abraces.
Por favor.
Gracias hija.
Papá.