La estrella más cercana

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Para Lucía, la estrella que inspiró este cuento…
Victoria estiró el brazo hasta la ventana que bordeaba la cama y alargó uno de sus pequeños dedos intentando tocar el vidrio que la separaba del cielo estrellado. Al ver que no llegaba, despegó levemente su cuerpo del colchón y tomando un poco más de impulso logró grabar la yema de su índice derecho sobre el punto más brillante que se sostenía a fuerza de latidos de luz en la superficie del firmamento.
Luego de varios segundos de observar la huella que había dejado sobre el cristal, cerró los ojos y se imaginó viajando por el espacio, sacando la mano por la ventanilla de una especie de taxi interestelar y guardando en su bolso de terciopelo azul la estrella más cercana.
Tras ese instante de aventura, regresó a la oscuridad de su habitación, únicamente resquebrajada por los haces plateados que llovían sobre las sábanas de seda que la protegían del crudo invierno.
Todas las noches, en un pacto que ella sola había logrado con el tiempo, su corazón de niña podía por un momento inundarse de una extraña magia. Y en ese momento, nada podía hacerle daño. Era su mundo y allí sólo existían sus propias reglas.
Con el correr de los años, Victoria fue dándose cuenta que cada vez le costaba más escaparse a ese sitio donde sus sueños parecían volverse realidad. Es más, comenzó a creer que esos sueños no valían la pena, que eran meras ilusiones de una nena y que debía abandonar esas cuestiones sin sentido.
La vorágine de la rutina y las obligaciones la hicieron olvidar por completo todo aquello que alguna vez la había hecho feliz. Sin embargo, de tanto en tanto, le sorprendía notar que se quedaba perpleja, en silencio, mirando con embelesamiento lo que ocurría del otro lado de la ventana del colectivo, o del taxi, o de cualquier bar que tuviera un rectángulo de vidrio con vista a la calle o a un parque.
Una noche de Agosto, mientras se tomaba un café a la vuelta de la facultad y repasaba los apuntes para un examen que debía rendir al día siguiente, vio que en la mesa de enfrente, un chico que tendría tal vez algunos años más que ella, depositaba su índice sobre la ventana, y luego de sacarlo se quedaba ensimismado, con una sonrisa naciendo en la comisura de los labios, esperando que la huella de su dedo desapareciera del cristal para luego volver a apoyarlo y así un número incontable de veces.
Por un momento le pareció una estupidez, un ritual ridículo de un desconocido.
Pero luego volvió a mirarlo, y en el reflejo de su mirada pudo ver a la Victoria de hacía muchos años atrás, la Victoria que todavía se atrevía a soñar incansablemente.
Fue ahí cuando el chico se detuvo en su repetida acción y clavó sus ojos marrones en los verdes centelleantes que tenía ella. Y ambos entendieron. Tomaron conciencia de que era el primer minuto del resto de sus vidas.
Todo lo que vino después fue parte de un nuevo espacio, un nuevo lugar que ambos crearon para ellos mismos.
Y ese mundo paralelo que los abrigó durante muchísimos años les permitió hacer más llevadera la existencia en lo que a los dos les gustaba llamar como “el afuera”. Sabían con claridad que no podían huir del dolor, de la tristeza y de todas las heridas que carcomen el alma sin pedir permiso. Aún así, se aferraron al amor que los unía y pelearon y ganaron la batalla.
Se amaron en noches de Luna llena, en días de amaneceres cegadores, en tardes de lluvia interminable. Se besaron, se abrazaron, se escucharon, se gritaron, se quitaron la palabra, se torcieron la mirada, se volvieron a mirar, se volvieron a besar y se amaron una vez, dos veces, mil veces, porque eso era parte de vivir, ella y él, él y ella, siendo dos en uno, para luego ser tres en uno cuando un par de ojos se abrió de par en par y vieron que eran los ojos de Victoria en un rostro resplandeciente y él amó a su mujer por regalarle sus pupilas cálidas a la hija que tanto esperaron.
Las horas volaron, protagonistas de una carrera desenfrenada y se tomaron el atrevimiento de encanecerles el cabello, de arrugarles la piel y de ir haciendo que sus pasos fueran cada vez más lentos, pero como les gustaba decir, “no es que sean lentos, es que son más meditados”.
Una de las últimas noches, o quizás la última, Victoria se acostó en la cama que daba al jardín y esperó que su marido volviera de tomar el vaso de agua que siempre bebía antes de dormir. Cuando él llegó y se metió con esfuerzo debajo de las sábanas de seda, ella le tomó la mano con ternura y le señaló la ventana.
El cielo nunca había estado gobernado por tantas estrellas.
Victoria se levantó lentamente y estiró el dedo índice para alcanzar la más cercana.
La yema quedó impresa sobre el cristal pero extrañamente no se borró segundos después.
Él hizo lo mismo con la estrella que estaba pegadita a la huella de su mujer.
Ambos cerraron los ojos y se vieron en esa misma cama donde descansaban, con las manos entrelazadas, que estallaban de luz, como dos estrellas inmensas iluminándoles el rostro.
Ella sonrió y se fue con él, que también sonreía, a viajar juntos en alguna especie de taxi interestelar.