Por: Rosario Bibiloni
¿Qué hace que algunos diabéticos se adapten a su diagnóstico y tratamiento con éxito, mientras que otros siguen angustiados incluso años después del diagnóstico? Esta pregunta es más importante en los pacientes pediátricos, porque si el diabético es un niño, está en juego su desarrollo físico, psicológico y social.
Los cuidadores de un niño con diabetes (como sus padres) no son testigos indiferentes, sino que responden al diagnóstico con emociones y acciones concretas. Los padres, en general, no están avisados de que un hijo puede desarrollar una enfermedad importante, y cuando esto llega hay toda una serie de respuestas afectivas y de patrones de comunicación que pueden ponerse en juego y afectar al niño. Los chicos normalmente desconocen las enfermedades, los hospitales, la utilidad de los tratamientos, el pronóstico o el curso de sus dolencias, etc. Esto implica que construyen el significado de la diabetes a través de lo que los padres piensan, sienten, muestran y de cómo actúan frente a ella. Los cuidadores transmiten significados de peligro, seguridad, esperanza o indefensión, casi siempre sin darse cuenta.
Por eso es clave evitar:
• respuestas o actitudes negativas como la sobreprotección, la tristeza manifiesta o la irritabilidad;
• sentimientos o ideas negativas como la tristeza no resuelta, la rabia persistente frente al diagnóstico o los sentimientos de culpa;
• síntomas postraumáticos como pueden ser recuerdos intrusivos de la enfermedad, dificultad para hablar sobre el tema sin emocionarse, entre otros.
Muchas emociones (positivas y negativas) se contagian, por eso el miedo del niño, su esperanza o su autonomía en la diabetes se construyen en el diálogo. Cada persona hace lo que puede dentro de sus circunstancias, pero nos animamos a decir que el mejor acompañamiento para el niño con diabetes es: una actitud de cariño mezclada con seguridad.
A mi, por ejemplo, me encantó cómo mi familia se relacionó con mi diabetes: se ocuparon mucho y se preocuparon poco. Mis hermanos nunca me hicieron sentir diferente ni le dieron mayor trascendencia a mi enfermedad, aunque siempre estuvieron cerca cuando los necesité. Mi papá me ayudaba a darme la insulina y mi mamá fue la que más se involucró con la dieta y el control de mis glucemias. (No es que fuéramos una “familia perfecta”, pero en este sentido funcionamos bien y eso me ayudó).
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