Cesare Pavese (1908 – 1950), docente, intelectual, crítico, traductor de Joyce y Melville y escritor, fue –y es- una de las figuras más representativas del periodo de renovación y resurgimiento de las letras italianas. Su obra explora el territorio de la poesía (“Trabajar cansa”, “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”), de la ensayística, de la novela y en el difícil de clasificar Diálogos con Leuco (“la cosa menos infeliz que he escrito”, según su autor), un compendio de brillantes conversaciones entre personajes (o nombres) del mito, de la leyenda y del arte.
Al referirse a su poética, Pavese la definía como “la ambición de fundir en unidad las dos aspiraciones que combaten desde el principio: mirada abierta a la realidad inmediata, cotidiana, rugosa, y recato profesional, artesano, humanista, es decir, de la cultura entendida como oficio”. Humanismo que se encarna en el afán contemplativo, en el gusto por lo intelectual, en el rescate de un mundo cerrado y simbólico: el mundo del mito, de la poesía.
A partir de su primera obra, el libro de poemas Lavorare stanca (“Trabajar cansa”), Pavese reconoce haber encontrado “la imagen, la sustancia de su escritura” por lo que toda su obra será, vista en perspectiva y como completud, una unidad de temas, de intereses vitales, “la obstinación monótona de quien tiene la certeza de haber tocado el primer día el mundo verdadero, el mundo eterno, y no puede hacer otra cosa sino dar vueltas a ese monolito y desprenderle pedazos y trabajarlos y estudiarlos bajo todas las luces posibles”. El “monolito” a partir el cual Pavese construyó una obra compleja, variada y profunda, podría enunciarse como la aspiración “de llegar a la verdadera naturaleza de las cosas, de ver las cosas con ojos vírgenes, de llegar al ultimate grip of reality que solo es digno de ser conocido”. Para encontrar dicha verdad, los narradores, las voces que surgen en su escritura, emprenderán un viaje al pasado, al pasado individual que, a partir de la memoria y el recuerdo, se reactiva en el presente de los relatos para marcar el contraste entre la infancia personal y ese “ahora” sin esperanzas, gris, fatídico.
Sin embargo, la recuperación del pasado a través del recuerdo no es la última estación del viaje. Al contrario, dicha operación esconde un retroceso mayor, imposible: la vuelta al pasado ancestral del hombre, a los orígenes, a los tiempos remotos en que la civilización no había escindido al ser humano del territorio de la naturaleza. Es el retorno a lo salvaje, a lo primitivo donde el hombre se desprende de las inhibiciones sexuales y sociales para “vivir una relación unitaria de libertad con toda la realidad”. De este modo, la naturaleza será el único espacio donde es posible rescatar y percibir la verdad, lo real, en lo que es imperecedero y “eterno”: la luna, las colinas, los fuegos, las viñas, el bosque, el cielo, el henal. Todo converge así hacia el espacio del mito que funde, en el margen del tiempo, la verdad de la naturaleza y el sentido del mundo. Por otra parte, la ciudad, el espacio urbano (Turín, Milán) devendrá en un ámbito de corrupción que, opuesto al campo, al entorno rural, será sede del vicio, del cansancio, de la náusea de todo y de la degeneración del hombre, de su pérdida absoluta.
Para críticos y lectores, es en la novela La luna y las fogatas (La luna e i falò) donde convergen y se mixturan todos los elementos ideológicos, estéticos y existenciales de Pavese para alcanzar la nota más alta: un ensamble de cuadros líricos y autónomos en los que el simbolismo anula cualquier pretensión de realidad, extraviándonos “en la selva de sus símbolos”. La novela aborda la historia de un huérfano que, “en la mitad del camino de la vida”, regresa a su tierra después de “haberse hecho la América”, de hacer fortuna en Estados Unidos, para reencontrarse con el pueblo, con el ayer, con su infancia o, como sostiene Italo Calvino, a buscar la explicación de “por qué un pueblo es un pueblo, el secreto que une lugares, nombres y generaciones”. Así, mientras el narrador dialoga con un antiguo compañero de la niñez que jamás ha dejado el pueblo, el carpintero marxista Nuto, reconstruye y recupera los símbolos de su pasado, los actualiza en un paisaje rural que se mantiene intacto, estancado, inmóvil. Como si el tiempo no existiera como devenir sino como repetición, o como una entidad inocua. Después de intentar auxiliar a un niño, Cinto, para que pueda escapar de los condicionamientos de su situación, después de conversar sobre los muertos de la guerra (fascistas y partisanos) que continúan apareciendo en el río, en el valle y después de comprobar que la única verdad es la sucesión de las lunas, las estaciones y la purificación del fuego, el narrador comprende que en la madurez, aunque se vuelva al pueblo, a los orígenes, la vida simple, mítica y poética del niño es un pasado irrecuperable.
No es casual, entonces, que el epígrafe de La luna y las fogatas nos anuncie en la primera página: Ripeness is all (“La madurez es todo”). “Madurez” que significa conciencia de lo real, de lo perdido y de la imposibilidad de volver al universo idílico de la niñez, del mito, de lo primitivo. El suicidio del hombre, Pavese, tal vez represente la consumación de la premisa y el descubrimiento, en esa “madurez”, que después de la decepción y del desengaño (personal, político, militante y amoroso), la única apuesta legítima es partir, comenzar ese otro viaje imposible, sin retorno: el suicidio, la muerte.