Un libro de bicicletas

#EnClaveLiterari@

Por regresión o para recuperar una sensación que consideraba ya perimida, hace algunas semanas me compré una bicicleta. Una playerita, discreta, sencilla, económica pero con una forma muy atractiva, decir sensual sería caer en el fetichismo, y una acertada combinación de gris y azul en sus partes pintadas. Al salir del negocio, caminé con ella alrededor de tres o cuatro cuadras sin atreverme a montarla. Nos estábamos conociendo, empezando una relación que, a juzgar por mi entusiasmo, me atrevo a predecir duradera. Desde que me animé y arranqué a empujar sus pedales, aquel sábado a finales de noviembre, hasta hoy que escribo esto, me cuesta pasar un día sin pasearme con ella por las avenidas con bicisendas o por las calles que respiran el peligro del enloquecido tráfico. Atento a este giro en mis gustos, mi amigo Emilio me obsequió el libro Elogio a la bicicleta de Marc Augé un volumen delgado y naranja con una reproducción de los ciclistas de Ramón Casas  en su cubierta. Suspendiendo las lecturas en desarrollo, recorrí en unas horas este ejemplar que puso en palabras muchos sentimientos que redescubrí en mi bicicleta.

El libro de Augé se compone como una carrera en tres etapas. La partida es el Mito, en particular, la construcción de los héroes del ciclismo en los tiempos de juventud del antropólogo, cuando el Tour de Francia, por ejemplo, proveía de modelos heroicos al imaginario popular; continúa con la Crisis del ciclismo y las competiciones por la aparición de los sponsors y el doping y, para culminar en la meta, está la Utopía: una posible y justamente utópica transformación de las ciudades a partir del empleo masivo de las bicicletas. Más allá de este ordenamiento y de la falta de ese rigor científico característico de otras obras de Augé, recuerdo El Dios como objeto –un estudio sobre las deidades de Benín del Sur- y Los no lugares –análisis de los espacios del “anonimato”-, el Elogio… yuxtapone lo autobiográfico con la reflexión sobre un deporte y una práctica que, como puede leerse, rescata y exalta valores y experiencias en sus cultores y devotos.

El Elogio de Augé.

El Elogio de Augé.

En ese rodar de las páginas pueden leerse sensaciones como: “el primer pedaleo constituye la adquisición de una nueva autonomía, es la escapada, la libertad palpable, el movimiento en la punta de los dedos del pie, cuando la máquina responde al deseo del cuerpo y casi se le adelanta” (p. 39), que nos remite a ese encuentro con el viento en plena cara y la posibilidad de alejarse de los sitios nocivos o los malos momentos. O bien pensamientos como: “Necesitamos la bicicleta para ensimismarnos en nosotros mismos y volver a centrarnos en los lugares que vivimos” (p. 63), al que el autor se arriesga luego de observar cómo la bicicleta nos da la conciencia de nosotros mismos y nos permite redescubrir, desde otra perspectiva, el lugar que habitamos a diario. La mirada desde la bicicleta es otra, diferente, totalmente distinta aunque complementaria a la del peatón o del automovilista. Alcanza con alzar la cabeza unos instantes y observar las fachadas, las copas de los árboles, los fragmentos del cielo mientras nos sostiene y conduce la bicicleta.

La bicicleta es atención y presente, vivencia del presente. Libertad, descubrimiento de la propia fuerza, de la energía que nos mueve. En su Elogio…, Augé reconoce que además restituye los vínculos solidarios, de fraternidad, entre los usuarios de las bicicletas. Pero hay otra ventaja que no incluye con el énfasis suficiente. Hace unos domingos, paseando en mi bici por las calles recreativas de Rosario, encontré a una amiga que pedaleaba en la suya (también una playera). Dado que la tranquilidad de estos paseos lo permiten, pusimos nuestras máquinas a la par y comenzamos a conversar repartiendo nuestra concentración entre los peatones y las bocacalles y la charla que nos dejaba disfrutar del sol, del aire, de las miradas y las palabras. Y no, no había celulares que interrumpieran, ni televisores encendidos, ni nada que nos distrajera de ese placer de hablar mientras nos deslizábamos suavemente. No recordaba haber conseguido sostener animadamente y en continuado, durante cuarenta minutos, un diálogo que reunió recuerdos en común, viejas anécdotas y los proyectos venideros, libre de las molestias del entorno. La bicicleta, a mí, me permitió conversar, sentir el placer del reencuentro.

Aquí, mi bicicleta.

Aquí, mi bicicleta.

 

Más adelante, señala Augé: “La bici es una escritura, con frecuencia una escritura libre y hasta salvaje, una experiencia de escritura automática, de surrealismo en acto…” (p 67). Una escritura, es cierto, pero desde un gran pedaleador, Giorgio Bassani, en cuyas novelas –El Jardín de los Finzi Contini, especialmente- y relatos, Ferrara y las bicicletas son dos constantes, sabemos que la bici no es la mejor aliada de la creación literaria. “Menos bicicleta y más escritorio” dice que le aconsejaron a Bassani cuando se aventuró en la narrativa porque “La bicicleta podía ser buena para hacer poesía: uno pedalea, piensa un verso, se para a anotarlo, vuelve a andar. En cambio, para un escritor de cuentos, obligado a sacar todo lo que lleva dentro, pero despacito, la bicicleta puede ser dañosísima”. Cierto, aunque de todos modos, unas líneas mentales se pueden ir paladeando bajo cualquier circunstancia, incluso mientras se recorre la ciudad en dos ruedas.
Como sea, la bicicleta solo requiere de un poco de aire en las cámaras y piernas dispuestas a hacer girar la cadena. Con un libro en la mochila y una botellita de agua bien fresca, es un placer al alcance de cualquiera, salir a buscar en bicicleta un poco de verde para leer y descansar de cara al cielo, libre.