Hablás sin saber, vení a ver África

#MeVoyDelPaís

Marruecos, Parte I

En mi imaginario África siempre se me presentó como un destino lejano, demasiado lejano y completamente distinto al que vivo. Nunca concebí la oportunidad de conocerlo. Son pocas las experiencias, por no decir ninguna, que escuché de alguien que haya ido.  La información que uno suele recibir sobre este continente está relacionada con tópicos negativos como el hambre, las guerras y la pobreza. Debo admitir que nunca ahondé ni busqué contrarrestar esa información. A veces, quizás por comodidad, uno se queda con lo que escucha. Y poco a poco, ese imaginario mediático se va convirtiendo en uno personal.  Si preguntara a la gente con que asocia ese continente, creo que obtendría respuestas asociadas a lo que escuchamos o vemos por ahí. En mi caso me di cuenta que muchas veces lo que oímos es simplemente una parte de una totalidad mucho más compleja. ‘Mi África no es lo que te hacen creer. Ven a ver, ven a ver, hablas sin saber’, canta Tiken Jah Fakoly en su canción Viens Voir.  Por suerte hace poco tuve la oportunidad de visitar este continente ,y como dice el cantante, fui a verlo con mis propios ojos. El destino elegido: Marrakech, Marruecos.

A las 8.30 de la mañana aterrizo el avión en territorio marroquí. En tan solo una hora de viaje habíamos llegado a un nuevo país. Es increíble pensar que dos continentes con culturas tan distintas estan separados únicamente por un estrecho, el de Gibraltar. Tan cerca pero tan lejos.

Una camioneta del hostel nos buscó por el aeropuerto y a los diez minutos nos dejó en La Medina, el centro de Marrakech. Una pequeña fortificación de color rojizo la delimitaba y la dividía del resto de la ciudad. Lo llamativo es que no se puede ingresar con autos, únicamente con bicis, motos o a pie. Una pared con forma de arco dividía la calle por la que entramos al  centro. Al ingresar a la Medina me encontré con pequeñas calles de tierra. Caminar por ellas fue una odisea a todo horario. Las motos y bicis pasaban tan rápido y cerca de los caminantes que parecía que tan solo un par de centímetros dividía a uno del otro.  Las construcciones, desde las casas hasta los pequeños edificios, eran prácticamente indistinguibles. Todos ellos estaban pintados de color terracota, eran de la misma altura y llevan una decoración similar.

Los habitantes de Marrakech, al igual que otros países del norte de Africa, son islámicos. Esta religión se ve plasmada no solo en el culto, sino tambien en la vida cotidiana de las personas. Esta rige gran parte de las leyes y la forma de vivir de los habitantes.  Al verlos la primera impresión que tuve fue sentirme dentro de una sociedad existente cientos de años atrás. Dónde el sistema patriarcal reinaba las calles y la igualdad de sexos era tan solo una utopía. En Marrakech, las mujeres llevan casi todo su cuerpo oculto debajo de túnicas largas que cubren sus piernas y brazos por completo.  Su pelo queda subordinado por pañuelos de colores que dejan a la vista su rostro o simplemente sus ojos. Su protagonismo en la rutina marroquí es prácticamente nulo. Sólo se las puede ver caminando por las calles acompañadas de sus maridos e hijos pero casi nunca se muestran solas. Y, mucho menos, ocupando algún oficio público. Parecen vivir subordinadas a un machismo notorio en donde la repartición de privilegios, para los occidentales, nos puede resultar injusta. El hombre, por su parte, se muestra de forma constante. Es quien vende en los puestos y locales, trabaja de mozo en los restaurantes y hasta ocupa ociosamente las sillas de los cafés durante el mediodía.  La diferencia entre ambos sexos me impresionó. Sin embargo, creo que siempre será inconcebible a los ojos de alguien que no pertenece a esa religión. Hay costumbres que no se pueden comprender con ojos ajenos.

La zona más concurrida en Marrakech es la Plaza de Yamaa el Fna, el lugar turístico por excelencia. Es el corazón de La Medina de Marrakech. De ella se desprenden infinidades de pequeñas calles que se pierden por la ciudad formando un gran laberinto. Durante la mañana, la plaza mostraba su perfil más tranquilo. Un piso de color gris se extendia ocupando varias manzanas en las primeras horas de sol.  Sin embargo, la plaza no se encontró siempre vacía. De a poco comenzaron a llegar los vendedores. Los primeros ofrecian jugo de naranja exprimido, y se ubicaron en el centro formando dos filas. Luego, se acercaron los vendedores de frutas secas como dátiles, pasas de uvas y garrapiñadas. De a poco la plaza fue tomando  color. Llegado el mediodía se ubicaron aleatoriamente los encantadores de serpientes que, con el cantar de su flauta, atrajeron a los turistas para que se saquen fotos con el animal rodeando sus cuellos.

Al norte de la plaza se instinstalaron desde temprano hasta la noche los famosos Zokos o mercados. Cada uno de ellos ofercía distintos tipos de mercadería: lámparas, alfombras, objetos de cuero, vajillas. Sin embargo, más allá de lo que ofrecen, la dinámica es la misma. Dos filas eternas de puestos se enfrentaron, divididas por una estrecha calle de tierra. Allí es moneda corriente el famoso regateo. Cualquiera fuera el local al que uno se acercaba, el precio inicial de un objeto era impagable. Poco a poco, entre vendedor y comprador buscaban llegar a lo que ellos llaman ‘un precio democrático’, es decir, que satisfaga a ambos. La realidad es que había que tener mucha paciencia a la hora de querer comprar algo. Podían pasar varios minutos hasta que el vendedor aceptara la oferta del comprador. Muchas veces, si uno decía algún precio que ellos consideraban demasiado bajo o, simplemente se decidía no comprar, se ofendían y los echaban de su local. Pero, más allá de esas excepciones, los vendedores eran muy simpáticos y, con tal de conseguir alguna venta, intentaban llamar la atención de los turistas con frases en sus respectivos idiomas.  En nuestro caso, solían ver que éramos un grupo de habla hispana y para que ingresemos en sus locales gritaban: ‘María, María ven’ y, algunos más creativos llegaron a llamarnos por el nombre Shakira.

El reloj corrió en Marrakech y, poco a poco, se fue acercando el anochecer. El sol se comenzó a despedir después de cuarenta grados de calor para dar paso a una noche fresca. Es en ese momento la plaza mostró su sobresaliente perfil. De un momento a otro el centro se vio completamente ocupado por puestos que ofrecían los típicos platos árabes.  El olor a comida horneada impregnó completamente el ambiente.  Al caminar cerca de ellos sus vendedores ofrecían sus menús e invitaban a los turistas a comer en sus mesas con insistencia. Cada uno intentaba demostrar que lo suyo era mejor y más rico que el de al lado.  Cada potencial cliente era un desafío que intentaban ganar por sobre la competencia. Después de un tiempo, decidimos sentarnos a comer en uno de ellos para degustar la comida árabe rodeadas de infinitas atracciones.

A medida que se acercaba la noche la plaza se iba llenando cada vez más. Las bombillas de luz de los puestos comenzaron a encenderse lentamente. Algunos turistas privilegiados se acercaban a las terrazas de los departamentos que la rodeaban para ver el anochecer.  La luz del sol fue reemplazada por miles y miles de lamparitas que se encendían de forma incesante. Sin embargo, la plaza no solo fue un espectáculo visual,  sino también sonoro. No faltaron las bandas de música que se instalaron en los pocos lugares disponibles para brindar un pequeño show a los visitantes.  El simple hecho de estar parado en la plaza era un espectáculo en sí mismo. Por momentos sentía que mi vista no podía abarcar todo lo que había por ver. Y que mis oídos no podían captar cada uno de las distintas melodías que se tocaron. Mire donde mire había algo llamativo e interesante. Es increíble como un lugar tan simple y cotidiano como una plaza se convierte en un destino tan llamativo. Lo único que se veía eran atracciones improvisadas, comidas caseras y puestos hechos a mano.

Conocer Marrakech hizo que me cuestione la forma de valorar los paisajes y los destinos. Es ilusa la costumbre de pensar que hace falta lujo y grandeza para crear una ciudad única y encantadora. Lejos de la abundancia, este lugar ofrece un escenario lleno de improvisación y esfuerzo diario que dan como resultado un espectáculo. Donde, a pesar de las diferencias culturales, conocí un mundo nuevo y disfrute de una manera distinta, rodeada de imágenes y sonidos  completamente nuevos.

Ahora puedo decir que coincido con Tiken Jah Fakoly cuando dice que hay que ir a ver África para conocerla realmente y hablar sobre ella con una opinión basada en la experiencia y no en juicios previos.

                                                                                                                                                                                   Fotos: Gentileza Ximena Balbín