Los 5 motivos por los que somos más individualistas

#MundoEnCrisis

Nuevas tendencias están alterando la vida cotidiana y las costumbres a gran velocidad. Es cierto que el presente siempre piensa que “las cosas no son lo que eran antes”, pero las diferencias con el pasado parecen hoy más radicales que nunca. En este blog vamos a intentar reflexionar sobre las oportunidades y los riesgos que presentan estos cambios.

Individualismo no es lo mismo que egoísmo

Significa que somos mucho más autónomos que antes. Que dependemos menos de lo que otros puedan decir o pensar, y que en cierta medida hacemos lo que queremos. En una palabra, que somos más libres.

La contracara es que la libertad no es una opción. Estamos obligados a elegir lo que queremos ser y hacer con nuestro destino. Entonces, si no podemos decidirnos, la angustia de no encontrarle sentido a la vida es muy grande.

A continuación, cinco de los principales cambios que se produjeron en las últimas décadas.

1. Diversificación del Trabajo

Antes era muy común que las personas trabajaran 20 o 30 años en la misma gran empresa, y que no pasaran por más de tres o cuatro trabajos a lo largo de su carrera. Además, siempre se permanecía en el mismo rubro: un carpintero podía tener su taller o trabajar para el ferrocarril, pero su labor era esencialmente la misma.

Nada más lejos de lo que pasa en la actualidad. Las personas se acostumbran a cambiar de empleo muchas veces en su vida y se ven obligadas a adquirir nuevas competencias porque en cada nuevo puesto se les exigen cosas distintas.

Así, los vínculos con los compañeros de trabajo son mucho menos fuertes, porque no se comparte demasiado tiempo con ellos. También se debilita la identidad laboral y es muy difícil que alguien se defina como persona por el trabajo que hace. Uno es siempre el mismo, pero su empleo no.

Lo bueno es que hay muchas más opciones para elegir y las carreras no se definen ya de una vez y para siempre. Es una vida menos monótona, pero más inestable: los riesgos de quedarse a mitad de camino sin saber qué hacer son grandes.

La cuestión humana, de Nicolas Klotz, muestra la angustia que se le genera a un psicólogo, empleado de una moderna empresa, al no saber cómo responder a las órdenes contradictorias que recibe.

2. Fragmentación de las Clases Sociales

Sentirse parte de una clase siempre tuvo mucho que ver con compartir con otros un modo de vida, un oficio o una profesión. Pero si uno ya no se identifica por el trabajo que tiene, ni comparte la experiencia laboral con otros compañeros, sino que la vive como una carrera individual, ¿con qué clase puede identificarse?

Una prueba de esta fragmentación es que en casi todo el mundo las encuestas registran que cuando se pregunta a qué clase social se pertenece, más del 80 por ciento de las respuestas son: “a la clase media”. No habría que interpretar esto como el testimonio de una increíble homogeneidad social. Definirse de clase media es decir “estoy en el medio”, o sea, no sentirse parte de algo demasiado definido.

Luna de Avellaneda, de Juan José Campanella, contrasta la vitalidad de un club de barrio en los años cincuenta, cuando toda la gente se reunía y se sentía parte de la misma comunidad, con un presente en el que casi nadie concurre porque no hay mucho por compartir y todos están sumergidos en sus propios problemas.

3. Reducción de la Familia  

Que las mujeres hayan salido a trabajar y que se hayan liberado de su reclusión hogareña llevó a que las parejas tuvieran menos hijos, lo que reduce automáticamente el número de familiares.

Además, el matrimonio dejó de ser sólo un ámbito para la reproducción de la especie, y fue ganando lugar el amor. Los esposos quieren intimidad. Por eso, ¿quién se imaginaría hoy conviviendo con los suegros?

Como ambos padres trabajan y los abuelos y tíos ya no están tan cerca, los niños viven con más espacios de intimidad, y mucho menos vigilados. Por eso tienen mayor autonomía a medida que crecen y se habitúan a tomar sus propias decisiones, lo que les evita las arbitrariedades de la ley paterna, pero los enfrenta a mayores inseguridades y -a veces- a algunos descontroles.

La Familia, de Ettore Scola, muestra el pasaje desde la gigantesca familia tradicional en la que todos convivían en la misma casa, hasta la contemporánea, en la que los hijos y los nietos se van.

4. Desvanecimiento de la Religión

En un mundo en el que las personas se acostumbran a guiarse por sí mismas y a no seguir los mandamientos de nadie, a las religiones se les hace difícil subsistir, porque precisamente tratan de conducir a la comunidad, indicándole qué está bien y qué está mal.

La paradoja es que, en gran medida como reacción ante la incertidumbre que crea esta nueva sociedad, surgen rebrotes de fervor religioso. Pero los nuevos fieles ya no se enrolan en las religiones tradicionales, sino que buscan respuestas en nuevos credos más reducidos, que prometen contener la angustia indicando qué deben hacer con su vida.

Di que sí, de Peyton Reed, es un ejemplo de las nuevas y efímeras creencias que surgen cuando la religión pierde lugar, y que lejos de poner límites, proponen que todo es posible.

5. Irrupción del Consumo

El fin de la publicidad es convencer a la mayor cantidad posible de personas de la necesidad de consumir el producto que promociona. Para lograrlo, una premisa fundamental es ampliar el público consumidor lo más que se pueda.

El marketing homogeniza a las personas apelando a una de las pocas cosas que casi todos tienen en común: ser potenciales consumidores. La publicidad individualiza al público. No trata a sus destinatarios como parte de ciertos grupos, porque eso supondría diferenciarlos de otros y tener que elegir a quién venderle.

Así, hay cada vez más bienes materiales y culturales que atraviesan a todos los sectores sociales (los celulares y la ropa deportiva constituyen el ejemplo arquetípico). Esto tiene un poder igualador, ya que se borran las diferencias colectivas, aunque también tiene su riesgo: todos quieren y se sienten capaces de consumir lo mismo, pero no todos tienen los recursos para conseguirlo. ¿Cómo canalizar esa demanda insatisfecha en un mundo de individuos?

Wall-E, de Andrew Stanton, imagina un futuro saturado por el consumo, en el que los hombres debieron abandonar la Tierra al no saber ya qué hacer con la basura, y donde la entera existencia de las personas pasa por consumir los mismos productos sin parar.