Por qué la corrupción está en la naturaleza humana

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Las 5 claves para entender por qué la corrupción mata. Primera Parte


¿Hay una naturaleza humana?
¿Una esencia con la que todos nacemos y de la que no nos podemos liberar aunque luchemos contra ella?

Si lo que nos separa de los animales es que somos capaces de formar algo tan complejo como la sociedad, y no nacemos con ella incorporada, sino que la sociedad se nos va introduciendo a medida que crecemos, habría que responder que no.

Si ser humano es equivalente a ser social, lo distintivamente humano no está en nuestra naturaleza. Lo adquirimos.

¿Entonces por qué insistimos en hablar de naturaleza humana?

Porque todos los hombres y mujeres del mundo tenemos ciertas características comunes que son tan universales que parecen naturales, como tener dos piernas, dos brazos y una cabeza.

Así, podemos decir que la capacidad de hablar, entendiéndola como la posibilidad de comprender y utilizar un determinado código lingüístico, está en nuestra naturaleza social: no hay en la historia de la humanidad sociedad mínimamente desarrollada que no haya manejado cierto tipo de lenguaje.

De la misma manera, sostengo que no hubo, ni hay, ni habrá sociedad alguna sin corrupción.

Si bien puede manifestarse en infinidad de formas, esencialmente es siempre lo mismo: la transgresión, la violación de algún tipo de ley, ya sea formal y escrita, moral o convencional. El corrupto es, antes que nada, un transgresor.

¿Y por qué no hay sociedad sin transgresión? Porque todas las sociedades se constituyen a partir de la ley, separando lo que está prohibido de lo que está permitido.

No hay que pensar la ley en su sentido moderno de código escrito: se trata de algo previo, que regía a las sociedades que no habían desarrollado la escritura.

La ley, -insisto- entendida como lo que separa lo que se puede (y lo que se debe) de lo que no se puede, es el gran organizador de la vida social. Si pensamos en cualquier organización de la que participamos, todas, a su manera, funcionan a partir de esa delimitación, señalando quiénes pueden qué cosa y quiénes no.

Y acá viene lo más importante de todo: ¿Cómo se impone la ley? De muchas maneras, pero fundamentalmente por la fuerza.

El Padrino, de Francis Ford Coppola, protagonizada por Marlon Brando y Al Pacino, es un retrato de lo inevitable de la transgresión. Empezando por Michael, el hijo “limpio” de una familia mafiosa, que no puede evitar convertirse en lo que siempre había rechazado, la película muestra cómo todos los estamentos de la sociedad caen en la corrupción.

Al nacer, nos acostumbramos durante nuestros primeros meses de vida a que todos nuestros deseos sean automáticamente satisfechos: el bebé tiene hambre, llora, y en cuestión de segundos aparece la madre para calmarle el apetito.

Pensemos un instante lo frustrado que se puede sentir ese bebé cuando, a medida que va creciendo, empieza a encontrarse con prohibiciones que no entiende: que no se toque, que no llore, que no se haga pis encima…

Esas interdicciones, que son las que lo introducen de a poco en la sociedad, son necesariamente vividas como un gran acto de violencia, por más dulces y cariñosos que sean los padres.

Así, desde muy chicos, crecemos amando a nuestros padres que nos cumplen nuestros deseos más profundos, pero también odiándolos por esa violencia que ejercen contra nosotros.

Esa ambivalencia que sentimos ante la primera ley, la paterna, la mantenemos toda nuestra vida ante las regulaciones sociales: sentimos que hay que cumplir la ley, nos indignamos cuando alguien no lo hace, pero no podemos evitar sentirnos permanentemente tentados por la posibilidad de transgredirla.

No hay ley que no sea transgredida. Aunque sea sólo un poco y por unos pocos, las normas tuvieron y tendrán siempre cierto margen de incumplimiento.

Por eso no hay nada más ingenuo que reclamar el fin de la corrupción (como de tantos otros vicios sociales). Aunque nos asombremos y nos cueste creerlo, hasta en las organizaciones más inmaculadas y puritanas está presente la corrupción en sus formas más vulgares.

Pero esto no supone rendirse ante la inevitabilidad de vivir en una sociedad corrupta: la corrupción, inevitable como es, ha tenido y tiene un lugar marginal en muchas sociedades. Existe, pero no es un problema porque hay mecanismos sociales que la reprimen y la mantienen a raya.

El problema es cuando alcanza una envergadura tan grande que pone en jaque el funcionamiento de la sociedad. Cuando penetró tanto en instituciones fundamentales como el Estado, que se vuelve imposible una administración justa y eficiente de lo público. Entonces sí, la corrupción se vuelve una patología.

¿Problema sin solución? Nunca. Sólo se trata de tener la suficiente convicción y creatividad colectiva para desarrollar métodos eficaces para controlarla.

Y, sobre todo, de no avalar a quienes de la corrupción hacen su ley.

(Para una ampliación del lugar que tiene la ley en la constitución de la sociedad, consultar la función que cumple la prohibición del incesto en Las estructuras elementales del parentesco, del antropólogo Claude Lévi-Strauss, y en Tótem y Tabú, de Sigmund Freud.