Las “nuevas pobrezas”, la inflación y la subversión de los juicios morales

#EntrePlazaYPlatea

En repetidas oportunidades, con mayor o menor regularidad en el tiempo, se nos invita a discusiones sobre lo que muchos llaman “nuevas pobrezas”. Se trata de un concepto, de arquitectura argumental dudosa, que intenta postular a partir del uso en plural, la existencia de varios modos de vivir en condiciones de pobreza.

Sus defensores argumentan que su uso puede tener utilidad estratégica, sobre todo porque segmentar la pobreza en “grados” –sostienen- posibilita identificar problemas y necesidades aun más particularizadas. El problema deja de ser entonces “La Pobreza” y pasa a ser –casi con curiosidad etnográfica- los diferentes modos der “ser” pobre.

No obstante, muchos pasan por alto que esta defensa instrumental y estratégica del concepto en plural choca contra las banderas de muchas organizaciones sociales y políticas en su lucha por la restitución de derechos. Se trata de un postulado caro a sus convicciones porque amenaza un dato que  consideran objetivo: la existencia de la pobreza como absoluto, sin pertenencia en grados. Después de todo, lo escandaloso, la mancha que la pobreza supone a la condición humana,  no es su presunta existencia plural, sino su existencia misma.

Sostengo que  postular grados de pobreza, subvertir su condición de absoluto, aun cuando pueda implicar “beneficios estratégicos”, sólo puede traer consigo una  consecuente puesta en suspenso del los juicios éticos y morales. Parafraseando a un  conocido antropólogo norteamericano, Marvin Harris, si no somos capaces de establecer fehacientemente quién hizo qué cosa, cuándo y dónde, tampoco podemos brindar una descripción moral de nosotros mismos. El  carácter plural de la pobreza (la dimensión estratégica de un concepto), nos obliga a abrazar la suspensión total de los juicios morales porque relativiza su existencia como fenómeno absoluto.

Se trata de una tensión entre la  utilidad estratégica de un concepto y los principios morales que lo soportan. Tensión que implica un alto costo para quienes defienden las banderas de la justicia social, de la lucha por la redistribución del ingreso, la defensa de los derechos humanos y la erradicación de la pobreza. Todos ideales modernos arraigados, profundamente, en juicios morales.

La inflación es otro concepto que no escapa a este esquema de tensiones. Precisamente en estos días recibí un mail de Luis Costa, Director de la división de investigaciones de Asuntos Públicos de IPSOS, en donde comentaba que, en función de todos los datos relevados en el mundo por la empresa, Argentina era el país más preocupado por la inflación. En concreto, el 47% de los argentinos mencionan la inflación como uno de los 3 principales problemas.

Ahora bien, la inversión del dato también resultaba interesante: un 53% del país no lo considera entre los 3 principales temas. De hecho, al desagregar el dato, sólo el 9% lo menciona como el principal problema. Un dato que ilumina el desfasaje, la distancia, que separa la agenda de los medios  de ciertos segmentos de la opinión pública. Y no necesariamente lo más pudientes, sino todo lo contrario: la preocupación sobre la inflación, la atención que despierta, es inversa al impacto que genera. Se trata de una problemática mencionada mucho más por segmentos altos, del tipo ABC1, (45%) que por los sectores medios y bajos (36% y 35% respectivamente). A punto tal que uno podría sostener, sin riesgo a equivocarse, que la preocupación (mayoritaria) por la inflación es -lamentablemente- la preocupación por el ahorro de un sector de la sociedad, más que por la degradación del consumo de otros.

 Ahora bien, este peso relativo de la inflación en la agenda pública contrasta con la hiperinflación del uso que se hace de ella. De hecho, aun cuando la Argentina lidera el ranking de países que se preocupa por la inflación, es uno de los últimos en donde los encuestados declaran que cambiarían de trabajo por el sueldo (37%)… lo harían sí para mejorar sus condiciones de vida (46%).  

Este desfasaje entre calidad de vida (como principio moral) e inflación en el marco de la puja distributiva de cierto segmento (profesional, empleado en blanco, etc.) es realmente significativo.

Lo que intento decir es que la incidencia real de la inflación en la agenda pública, contrasta con su valor utilitario como concepto a través del cual se dirimen muchas peleas: la del gobierno con algunos medios, la de los productores con los distribuidores y –sobre todo- la de los sindicatos con los empresarios y el gobierno. Incluso, la de la insatisfacción propia de muchos jóvenes profesionales entre 28 y 34 años que encuentran en ella –a falta de un indicador claro sobre qué les pasa en y con el mercado de trabajo- el nombre que nombra su angustia vocacional o el arma para negociar sus condiciones laborales. Poco queda tras él de un concepto socioeconómico. La inflación es hoy la arena de lucha pero no de clases, sino de cierto segmento del mercado de trabajo: joven, profesional, calificado, en blanco y –en la gran mayoría de casos-  empleado en PyMES o empresas de servicios.

Un debate en serio sobre la inflación, debería no sólo abarcar algo más que la posición relativa e individual de uno en el mercado de trabajo, sino también sustentarse sobre una serie de principios–garantías de acceso y defensa de niveles de consumo de los segmentos medios y bajos, como parte de una pelea por la restitución/consolidación de derechos, la mejora en la calidad de vida, la motivación profesional, etc.- que hoy por hoy se encuentran ausente en sustancia en el debate público. Vaciado de ellos, el debate se pierde al calor del alto rendimiento de la inflación en el marco de posiciones cada vez más particularizadas.

Muchos parecen descuidar el hecho de que tras el velo de lo que aparenta ser tan sólo la defensa individual de una posición particular en el mercado de trabajo, se esconde la muerte de todos los ideales (modernos) y principios morales. Paradójicamente, una renuncia grande, un precio muy caro.