¿Tu primer amor?

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El siguiente relato pertenece al Libro de las Respuestas Imaginadas.

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46. ¿Tu primer amor?

Fue durante una tarde de sábado y verano, en la casa de mi abuela. A la hora la siesta, por más que hice caso y clavé los ojos en las cortinas de la ventana, incandescentes en su afán de ocultar el sol, el sueño no llegó nunca. El único que vino fue el aburrimiento. Había una puerta ruidosa que daba a un baño compartido por las otras piezas: no me quedó más remedio que romper un poco más el mosquitero de alambre y escapar por la ventana.

Bouguereau "Love on the look out"

Bouguereau “Love on the look out”

 Me acuerdo perfectamente: di un gran salto y quedé descalza sobre el pasto, rodeada de una nube de mosquitos, o de jejenes, vaya una a saber. El patio me pareció un campo minado de bichos colorados, hormigueros y cardos: extrañé la penumbra fresca de la habitación, sus amables baldosas. Busqué un palo lo suficientemente largo para poder pescar mi mochila, adonde estaban el repelente y las ojotas. Absorta en esa tarea, no vi al chico hasta que me habló:

_ ¿Por qué no entrás a buscarla y listo?

Supuse que estaba escondido entre las ramas de higuera. Justo cuando le iba a contestar, enganché la mochila. Experimenté una satisfacción tan grande que decidí continuar con la pesca: primero las flores de plástico del adorno en forma de vaso horrible con tapa, el almanaque de los benteveos, un paquete hecho de papel madera que estaba arriba del ropero. El vaso horrible con tapa.  A esa altura el chico ya había aparecido y me ayudaba;  apenas pasaban por el marco de la ventana las cosas se volvían opacas y caían haciendo nubecitas. Sucedió especialmente con el paquete: el pasto que lo rodeaba quedó marrón. Opiné que era por la tierra colorada, porque eso decía siempre mi abuela. Según el chico, pasaba porque éramos una familia de mugrientos.

Cuando ya no quedó nada posible de alcanzar con el palo, decidimos meter todo en el lavarropas. Tuve que ponerme las ojotas porque daba pequeñas descargas eléctricas… puntaditas, agujitas invisibles que me hacían cosquillas. Por suerte no pudimos encenderlo: años después supe qué había adentro del paquete. Y, por supuesto, me alegro de no haber lavado a máquina el vaso con tapa, que en realidad es la urna que aún guarda las cenizas de mi bisabuelo.

Batallar contra el tedio de una tarde de siesta es más fácil de a dos. Conversamos sobre las incomprensibles mañas de los adultos, sobre las picaduras de abejas. Nos reímos juntos. Metimos las cosas en una carretilla para pasearlas por el patio sin ensuciarnos, divertidísimos. El chico tuvo una idea original: nos ataríamos a la roldana del viejo aljibe y bajaríamos hasta que diera la cuerda. A esa altura no podíamos contener las carcajadas; era como si nos conociéramos de toda la vida, nuestros corazones latían al unísono. Nuestras frentes perladas por el esfuerzo se rozaron en el borde del pozo, en la siesta soleada, tierna cómplice. El campo que rodeaba la vieja casona se extendía hasta el horizonte, desierto.

Sorteamos el primer turno y me ganó. Minutos después, lo habíamos hecho. Cuando la soga se terminó, se oyó un ruido seco. Me asomé peligrosamente, buscando rastros. El patio se inundó de silencio. De tanto escudriñar la oscuridad, el aire se pobló de lucecitas. Ahí fue cuando el chico, sofocado por la risa contenida, apareció de golpe, se aferró a mi cuello y me arrastró hacia el abismo. Sujeté una rama del limonero erizado de espinas y lo miré de frente por primera vez, agitada y sorprendida. Desapareció, esta vez, definitivamente. Me sangraba la mano, pero me había salvado. Se escuchó la voz de mi abuela:

_ ¡Nena! ¡Te va a pasar como a Narciso! ¿Qué estás haciendo tan cerca del pozo?

Estaba enamorándome por primera vez, pero todavía no me había dado cuenta.

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