Una noche en la Once. Cap. 2

#ProyectoPibeLector

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Entrega N° 48

Una noche en la 11

Para leer el Cap. 1 hacé click aquí.

Capítulo 2.

Fue tan, pero tan fácil, que le pareció mentira que no se le hubiera ocurrido antes. La escuela quedó absolutamente vacía en un santiamén; pudo escuchar desde su escondite el ruido que hizo el bolsillo de la portera al ser atacado por el llavero gigante, el trac trac trac de la llave girando en la cerradura y por fin, por primera vez, se quedó solo en la 11. Estaba seguro de que nadie se había dado cuenta de que él no había salido, de que él no estaba en la parada del colectivo, de que él no pasaba delante del kiosco de la esquina de su casa, de que él no había llegado a ninguna parte…

Una noche en la 11

Una noche en la 11

A esa altura de sus pensamientos, Larry se puso un poco triste. Sí se iban a dar cuenta de que no había vuelto a su casa, pero tarde, a eso de la medianoche, cuando su abuela volviera del turno del hospital. No había pensado en eso. Se iba a asustar mucho, seguramente, iba a pensar que lo habían secuestrado, que lo habían matado en un robo, que había tenido un accidente y estaba tirado en la cama de algún hospital cercano…, no, eso no, porque la abuela venía del hospital cercano y no lo había visto ahí…  Larry se encogió de hombros recordando repentinamente la sanción que le había impuesto la directora. “No me importa, mal no le va a venir preocuparse un poco por mí, que nunca me da bola”. Y dejó de pensar en su abuela.

La escuela se extendía a sus pies, enorme y mansa, como una mascota desmesurada. Cuando salió de atrás de la puerta de la pecera escuchó el familiar chirrido del gozne oxidado y experimentó un escalofrío. No era lo mismo entre tanto silencio… ni siquiera la pecera parecía la misma, inundada de una nube gris de penumbra y atravesada de haces de partículas de tiza flotando como fantasmas… Pensó en eso, e inmediatamente decidió dejar de pensar estupideces y salió raudamente a inspeccionar la vacía escuela.

 Primero se metió en la cocina. Las veces que la portera lo habría echado de ahí amenazándolo con un trapo en la mano… Ahora no había nadie para impedirle meter las manos entre las porciones de tarta de jamón y queso, entre los panes recién cortados para los sanguchitos de mañana, entre los alfajores guaymallén y las pizzas frías. Comió hasta que se aburrió, porque en esa época Larry nunca se llenaba con la comida. Y ahí fue cuando se llevó el primer disgusto, que comparado con los que le deparaba la larguísima noche no era nada de nada, pero que detonó en él el mismo sentimiento que lo había llevado a subirse sobre la mesadita y ponerse a patear la puerta del baño: terminó de comer, abrió la canilla para servirse un vaso de agua y… no salió nada. No había agua en la escuela. Ni una gota. Seco. Y se puso a patear la canilla como si ésa fuera la manera de que brotara.

 Larry sintió una sed inmensa, una sed que le subía desde la punta de los pies hasta la garganta y la volvía seca, seca y más seca. No podía esperar un minuto más, necesitaba agua, moría, moriría tirado ahí mismo sobre las baldosas frías de la 11, deshidratado,  lo encontraría la portera cuando llegase al otro día, temprano, y se iba a arrepentir cuando lo viera ahí, todo muerto, de las veces que le había gritado que saliera de la cocina con el repasador en la mano… Le gustó tanto la imagen de su cuerpo tirado en el piso, chatito por la deshidratación, que se olvidó de la sed abrasadora y ya no le pareció tan terrible que no hubiera agua. Decidió inspeccionar el armario de preceptoría, que siempre le había parecido misterioso, y se dirigió hacia allí. 

 Tampoco había bebidas guardadas, solamente tizas, borradores viejos y toneladas de papeles. La espalda le dolía ahora en una forma intolerable, como si le estuvieran clavando una aguja gruesa y despiadada. Encontró una especie de cartuchera en el fondo del armario, la abrió y vio una tableta de pastillas empezada, una crema que decía “hidratante”, un lápiz de labios y una lapicera verde. Las pastillas parecían algún remedio. Meditó algunos segundos sobre el peligro de ingerir remedios sin saber su origen, sin que se los recetara un doctor, sin haber ido al médico… pero decidió que la cartuchera no tenía aspecto de peligrosa. La espalda le dolía demasiado;  si le seguía doliendo lo encontraría la portera tirado sobre el piso frío de la preceptoría, tieso y muerto del dolor, a la mañana siguiente… Disfrutó de la imagen que había aparecido nítidamente en su cabeza mientras tomaba la primera pastillita, qué chiquita, duele mucho… Decidió que serían dos.

Fue un error. Él no sabía lo larga que sería esa noche.

 

 Continuará…

Una noche en la 11 es un relato contado en 6 capítulos. Leé la próxima parte el viernes, cuando actualice #ProyectoPibeLector

 

Imagen: Adriana Lara.

 

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