Murió Fort: “Triste, solitario y final”

#RespiroTV

Fort

Nunca tan latente y tan presente el cuentito del pastorcito mentiroso. “Miente y miente, y cuando dice la verdad, nadie le cree”.  Decía él que le dolía, que se moría del dolor, que quería suicidarse, que no quería vivir más así. ¿Pero cómo creerle a quien siempre había inflado la realidad? ¿Cómo tomar a rajatabla una palabra suya si fue el principal actor de su ficción? Esta vez decía la verdad y por eso su muerte impactó mucho.

¿Impactó más porque nadie pensaba que lo que venía diciendo en programas y revistas se podía concretar? Estimo que sí. Un hombre de circo. Un ícono de la cultura trash. Un gestor de la historieta. Un fanático de la tragicomedia y de la fiesta multitudinaria que comienza bien y termina mal. Eso era Fort. Capaz de mover cielo y tierra para alcanzar una portada o un título de TV. Entonces cómo no pensar que su historia de dolor y de adicción a la morfina era un nuevo capítulo de su reality.

Pero esta vez se había sincerado. Bah, en realidad siempre fue sincero; nunca negó que su anhelo era la fama, que soñaba con estar en boca de todo el mundo, que nada le importaba más que trascender y que no tenía problema en comprar su popularidad.

Me preguntaba hoy si no es preferible una horda de Fort´s que anuncian a viva voz su narcisismo antes que aquellos hombres y mujeres que besan el espejo en el que se miran a diario y luego se escudan en mensajes de falsa humildad. Para pensarlo y analizarlo.  Claro que el planteo es una suerte de lucha entre “peores”,  pero me parece lícito revisarlo.

En 2009 aparecían notas de revistas que ligaban a la ex soñadora de Daniel Agostini (Virginia Gallardo) con alguien más ignoto que ella: un tal Ricardo Fort.  En los programas se aclaraba: “es el heredero de la marca Fel-Fort” y se lo comenzaba a llamar “el empresario chocolatero”.

A la vista era un tipo excéntrico, demasiado para el gusto mundano. Mucha tintura, mucho pelo parado, mucha cirugía, mucha boca, mucha pera, mucho músculo, mucho oro, muchos tatuajes, mucho ajuste, mucha bota, mucho auto, muchos guardaespaldas, mucha gente a su alrededor, mucha plata.

Y de repente,  casi sin darnos cuenta, lo comenzamos a ver hasta en la sopa.  Sonaba  ”I know you want me” y avisaba que Fort estaba ahí, y allá, y acá. Atraía por curiosidad, por horror, espanto, sorpresa. Mostraba lo que los ricos siempre quieren ocultar: “que tengo plata y la derrocho”.

En un mundo, o mejor dicho en un país, donde la ostentación es un pecado capital y mostrar la billetera un mal modal, Fort hacía lo contrario y rompía códigos televisivos, revisteriles, de buen gusto, sociales.

Le fue bien y le fue mal. Tuvo una fama excesiva y ausencias prolongadas. Se peleó con medio mundo y se amigó con otro tanto. Mostró en televisión su costado violento y su esencia más sensible. Quiso ser artista y pagó por luces y marquesinas. Pagó también por un séquito que lo acompañaba porque, en definitiva y según lo que pudimos saber de su vida y obra,  ”todo lo que necesitaba era amor”.

La moraleja más replicada a instancia de su muerte dicta: “podés tener toda la plata del mundo, pero la salud no se compra”. No obstante, la verdadera conclusión debería indicar que se murió en soledad un tipo que toda la vida buscó “luz, cámara y acción”.

Seguramente nada haya aportado ni a la colonia artística, ni al acervo cultural de nuestro país, pero es innegable que aquí estuvo, que por acá pasó, que algo buscó y que algo encontró. Por lo menos vio luz, pagó por el servicio y entró.

Es cierto que no pudo comprar su salud, pero también es cierto que tampoco pudo adquirir credibilidad. Si se estaba yendo y nadie le creyó. Pensándolo bien, así fue su vida, una ficción, y en las ficciones lo que pasa no es verdad.

Se murió Fort. Como los payasos de circo, un hombre triste, solitario y con final.