Un día me asaltó una pregunta incómoda. ¿Por qué las mujeres odiamos nuestros cuerpos? Bueno, no es más que una generalización. Ojalá sea eso, una generalización y no una regla.
Supongo que me sabrán entender si les digo que pasé la mayor parte de mi vida odiando mi cuerpo. Por lo que sobra, por lo que falta, por los cientos de imperfecciones, por mi piel que no es todo lo publicitaria que debería ser, por mi pelo que se extiende más allá de toda lógica capilar.
Pero un día fui mamá. Y supe que mi cuerpo podía crear, alimentar, contener, acunar, calmar, nutrir, sostener, anidar. Supe que todo eso que siempre me había importado, de alguna manera, ya no importaba. Aunque, claro, tuve que adaptarme a otro cuerpo, uno metamorfoseado que se estiraba y abría, que goteaba, que dolía, que albergaba nuevos miedos, que se volvía a encoger y que ahora tenía otras marcas y otras imperfecciones. Era el mismo y era otro, todo al mismo tiempo. Y era capaz de dar mucho.
No es mi intención hacer en dos líneas un crítica de la sociedad de consumo, la cosificación de la mujer y demás (que muy atinada sería), porque para eso ya hay grandes pensadores que lo escribieron antes que yo. Lo que sí quiero es afirmar que tenemos derecho a mirar nuestros cuerpos desde otro ángulo.
Por alguna razón mi primer post se llamó Para ser madre hay que poner el cuerpo, y quiero decir que está dedicado a todas las mamás, las que gestan con el útero y las que lo hacen con el alma. El cuerpo lo ponemos todas, y es gracias a ese cuerpo que podemos asumir la eterna y enorme responsabilidad de ser madres.
Tal vez algún día podamos ser menos injustas y darnos cuenta de todo lo que somos capaces. Empezar a querernos sin tantas pretensiones. Porque nuestros cuerpos no son un accesorio. Nuestros cuerpos somos nosotras mismas.