La yunta

Cuando se ponen de novios muchos amigos desaparecen. Para algunos, este proceso se toma a la ligera, como algo común y silvestre que se da en la vida de todos los hombres en algún momento de su existencia. Sin embargo, quienes estamos solos sentimos esas pérdidas profundamente. Estas situaciones siempre me dejan pensando qué voy a hacer yo cuando formalice una relación con una chica. ¿Desapareceré para siempre sometiéndome a la exclusiva compañía de mi pareja? ¿O encontraré el equilibrio, accederé a los permisos necesarios, invertiré mi energía en conservar mi grupo de amigos? La verdad que no lo sé, pero, por lo pronto, de los amigos que se ponen en algo serio con alguien pude observar algunas cosas que me llamaron la atención.

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Dragones

Tenemos miedos. Muchos. Miedos que nos enceguecen, que nos paralizan, que nos hacen pensar que no vale la pena intentar ser feliz. Convivir con esos miedos es, quizás, el trabajo más arduo de nuestras vidas. Porque el miedo se presenta todos los días, es el enemigo más porfiado e insistente, más cruel y sanguinario, más feroz y fatal. El miedo es miedo a lo desconocido, porque el temor a ser dañados por aquello que nunca creímos capaz es lo que nos hace sentir más vulnerables. Le tenemos miedo al abandono de quien más necesitamos, a la traición del lobo con piel de cordero, a la violencia de ese monstruo agazapado en la oscuridad. Pero al miedo solamente lo vence la valentía, y no hay nada en este mundo que nos dé más valor que el amor. Porque el amor te transforma en un caballero medieval, te protege con una armadura que parece indestructible y te infla el pecho haciéndote capaz de enfrentarte a lo que sea por conseguirlo. Porque por amor uno termina haciendo cosas que nunca jamás imaginó.

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Procesiones

Una de las cosas que más me quita el sueño luego de haber salido por primera vez con una chica es saber qué impresión se llevó de mí luego de la cita. ¿Se habrá sentido cómoda? ¿Habremos logrado alguna conexión al contarnos nuestras historias? ¿Creerá que realmente me interesa conocerla? ¿Le habré gustado? ¿Volveremos a salir? Todas estas preguntas y muchas más me surgen instantáneamente en la cabeza cuando nos despedimos y ahí arranca un maremoto de pensamientos agotadores que repasan cada pequeño detalle, gesto y palabra del encuentro para tratar de identificar aunque sea una mínima señal que me permita saber si el futuro nos encontrará intentando algo juntos o nos abandonará nuevamente a la soledad del desencuentro. Es que a veces los nervios te juegan una mala pasada y te querés matar porque una primera cita tiene el poder de definirlo todo: algo puede nacer o morir para siempre. Por eso, al despedirnos, al mirarla por última vez a los ojos sin saber si los voy a volver a ver alguna vez, en mi cabeza comienzan procesiones.

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Encuentros cercanos

Todo empieza con un “sí” de ella, pero sólo vos sabés lo que tuviste que hacer para conseguirlo. Mantener tu confianza y seguridad frente a decenas de machos alfa que se creen los únicos deseados de la manada, resistir la desidia de incontables negativas y “vistos” jamás respondidos, noches de insomnio en guardia esperando encontrar la oportunidad de contactarla, creatividad agotadora al servicio de hacerla reír, soñar, emocionar, amar con no muchas más herramientas que un par de palabras pintorescas sacadas de un diccionario abandonado y una foto de perfil que, según tu quisquilloso criterio estético, cumple todas tus normas ISO 9000. Sin embargo, ella una vez (¡por fin una vez!) te acepta la invitación y vos sonreís pensando que lo lograste. Pero, a los pocos segundos de descorchar, te das cuenta que la verdadera aventura recién comienza.

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La energía del amore

Muchos fines de semana recibo llamados de amigos desesperados que, aun estando en pareja, me piden salir conmigo a donde sea. A mí me sorprende un poco, porque son los mismos que, cuando estaban solteros, se quejaban de tener que verme la cara todos los viernes y sábados (los domingos están reservados para la familia, el fútbol y la depresión de las siete de la tarde). Y yo, como siempre estoy disponible, les digo que sí y, al instante, me transformo en su compañero de aventuras. Algunos mantienen su fidelidad a rajatabla, siguiendo el mandamiento tácito que han firmado con sus parejas, pero otros son, digamos… más flexibles. Sin embargo, algo de todos ellos me llama poderosamente la atención: por sus cuerpos circula la inagotable “energía del amore”.

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Cruzar el Rubicón

Algunas veces tomamos decisiones irreversibles en nuestras vidas, pero al instante dudamos en ser tan determinantes. Yo creo que es porque lo irreversible parece ser contra natura. ¿Cómo admitir que no exista posibilidad de arrepentimiento? ¿Quién puede ser capaz de no permitirnos una contradicción? Nosotros mismos. Yo, vos, él, ellos, nosotros, somos los jueces más feroces, los únicos capaces de sentenciar una persona al olvido, a morir en vida. Y es en aquel preciso momento en que uno percibe que acaba de tomar un camino que no podrá ser corregido nunca más en donde se pregunta: ¿habré hecho bien?

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Solteros en crisis

Llovía. Era un sábado a la noche de esos que sabés que no vas a salir. Cada uno de nosotros se había pedido el plato del delivery que más le gustaba. Por alguna razón, los seres humanos creemos que podemos superar la depresión con kilos de comida. Algo nos dice que mientras más comemos, más rápido se nos va. Entonces, el gordo, con unos palitos de queso en la boca, dijo: “¿Cómo puede ser? Si parecía que esta vez iba todo bien”, y yo, en ese instante, me di cuenta que estaba cayendo en los tres estadios de la superación del fin de una relación. Tres períodos que todos en algún momento pasamos y que son parte de las mecánicas defensivas que uno emplea para tratar de curar rápido la herida que dejó una partida.

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Carne trémula

“¿Pero le diste o no le diste?”, me preguntó el gordo en el restaurante. “Es que vos tenés la idea fija, gordo”, le contesté yo que me había pedido un medallón de lomo a la mostaza con papas noisettes. “Todos la tenemos, pa, sólo que algunos subliman escribiendo”, me cacheteó el dogui (derivado de “dogor”) mientras se servía la primera porción de la grande de anchoas que se iba a lastrar hasta el cabito. “Pero si la mina no te cierra me parece que es como que la estás usando”, le dije yo. “¿Pero si ella te da cabida vos qué drama te hacés? Además te sacás las ganas y después ya está, ya fue”. Ya fue, ya fue, ya fue… me quedó rebotando como un eco en el marulo. ¿Así de simple puede verse una relación? ¿Puede separarse la carne del sentimiento? ¿Fue o es? ¿Qué onda el verbo to be? Todo esto me lo pregunté mientras cortaba el pedazo de carne rosada que sangraba y me hacía agua la boca. Y lo miré al gordo que se morfaba el pescadito apestoso ese con la mano antes de entrarle a la masa cocinada a la piedra. Y ahí pensé, ¿preferimos el amor romántico o todo se trata de saciar nuestro instinto carnal de supervivivencia de la especie?

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Love job

Soy un pésimo chamuyador. Si, ya sé, esto suena a chamuyo. Pero posta. No sé cómo iniciar una charla con una chica desconocida. A ver, quiero ser claro. Puedo decirle una frase inicial, pero si la mina no me tira un mínimo centro hago agua al instante. Tengo amigos que no, todo lo contrario. Siempre tienen temas de conversación con mujeres que no conocen y se la pasan hablando durante horas. ¿Cómo lo hacen? No lo sé. Pero además voy a confesar que tengo un problema peor: tengo tendencia a enamorarme de las chicas que son contratadas para agradarle a los hombres. O sea que me imagino formando una familia feliz con toda moza, empleada de negocio de ropa y promotora que me cruce en la vida. Es que mi viejo tiene razón: “No hay nada más lindo que una mujer linda”.

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Extraterrestres

Estábamos en la plaza. Había sido una cita hermosa. Nos contamos de principio a fin nuestras historias, nos reímos de los mismos chistes, incluso nos dimos cuenta que nuestras vidas tenían muchas más cosas en común de lo que creíamos. Pero a nuestro encuentro le faltaba algo. Eso que hace que las reglas de juego cambien para siempre. Al principio, mientras estaba entretenido descubriéndola, no me había dado cuenta qué era esa sensación incómoda que me recorría el cuerpo. No entendía de qué se trataba esa urgencia que me generaba aquella efervescencia en mi interior. Pero al final de la noche, cuando las velas estaban por extinguirse y el sol amenazaba con sentenciar el desalojo de la luna de aquel cielo estrellado, me di cuenta cuál era el motivo que me tenía tan nervioso: a nuestra cita ideal le había faltado tensión sexual.

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