Mitología amorosa

Preparando mi mudanza, me puse a revisar los cajones jamás abiertos de unos muebles en desuso que hace tiempo tengo en la baticueva. En uno encontré unos australes que casi que valen lo mismo que el peso actual, en otro una colección de estampillas rarísimas de países inexistentes que tiré a la basura, pero lo que más me llamó la atención fue un libro extraño que estaba bajo la pata de una biblioteca antigua que había pertenecido a mi abuelo. Al principio, lo metí en la caja de manuales de colegio primario que no sé por qué razón todavía conservo, pero después, por una suerte de extraña atracción mágica, me volví hacia él. Lo tomé entre mis manos y, luego de soplarle una gruesa capa de polvo que tenía sobre su tapa, comencé a hojear sus páginas amarillentas. Fue así como descubrí un compendio de mitos y leyendas increíbles que, a pesar de lo aparentemente viejo que se veía ese raro ejemplar, aún conservaban una actualidad y una forma de escritura tan coloquial que no me dejó despegar los ojos de sus oraciones bimembres. El libraco tiene el curioso nombre de “Mitología amorosa”. No sé quién es su autor, pero como soy un tipo muy copado acá les transcribo algunas historias que leí y que me llamaron la atención.

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Consejos para conquistar

Casi siempre, cuando me propongo conquistar una chica, termino empleando la táctica de seducción equivocada. A veces pienso que debería evaluar mis propias fortalezas personales, tener en claro cuáles son mis oportunidades de conquista, aceptar mis debilidades amatorias y estar atento a las amenazas que presenta mi próxima víctima (los buitres de mis amigos) para elaborar una estrategia de conquista… y hacer absolutamente todo lo contrario a lo que creo que debo hacer. Por eso, termino empleando uno de los recursos más confusos y desgastantes en el que un hombre puede caer a la hora de levantarse una mina que no conoce: pedir consejos a los demás.

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Estilos de seducción

Una noche nublada nos juntamos a cenar con mis amigos. El cielo estaba amenazante mal, pero nosotros teníamos ganas de hacer algo y recibimos uno de esos llamados milagrosos de Jesús. Como les decía, mi amigo Jesús (un flaco que me salvó de una borrachera descomunal en una de esas fiestas inolvidables que se olvidan completamente) nos llamó por teléfono y nos dijo que estaba en la casa de unas pibas que también tenían ganas de hacer algo pero que no sabían qué. Al toque, metimos una previa rabiosa y salimos volando para allá en un taxi que fue esquivando charcos de una garúa que, en pocos minutos, se transformó en el diluvio universal. Llegamos a la casa empapados pero con buena energía (alegres) y, al instante, nos dimos cuenta que la noche iba a morir entre esas cuatro paredes. Con mis amigos nos miramos y comprendimos que esa lluvia interminable era una sentencia: la noche dependía de nosotros.

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