Me enamoré de un Monoposto de 1942

#TeMuestroLaPlata

El día en que se construya un cofre donde se guarden los tesoros más importantes de La Plata, creo acertado que se conserve entero, en un inmenso cajón de madera, el Museo del Automóvil de la familia Rau.

Ahora sí, voy a contar la escena del flechazo. Me encontraba sentado en el barcito “El Gran Premio”, junto a un extraordinario Overland azul de 1917 y delante de un antiguo surtidor de naftas que tenía la altura de un luchador de Titanes en el Ring y la cabeza tan circular y luminosa como una pequeña luna. Me soñaba, entonces, de traje marrón clarito y sombrero de ala ancha, escuchando una milonga y tomando una copita de ginebra, cuando giré bruscamente el cuello al escuchar el tren que estaba pasando apenas cruzando la Avenida 1.

Creo que fue ahí que lo vi por primera vez. Era un espectacular cilindro de color plateado, como una pequeña nave espacial que descansaba en forma horizontal invitando al piloto a sentir las bocanadas de aire que ofrece la naturaleza cuando se anda en la ruta a cielo abierto. El cubículo donde me soñé sentado es un pequeño escondite, donde uno se guarda para tener el control de un delicado timón enrollado en soga que permite al conductor, único ocupante del vehículo, darle rumbo a las dos magníficas ruedas de rayos de alambre, que, pintadas de un brillante rojo manzana, no hacían otra cosa más que demostrar la potencia de su cuerpo entero.

Es como un animal rastrero, es como el más lindo de los autitos de colección de un niño, es como esas cosas del pasado que uno sabe que siempre van a ser mejores que las de cualquier futuro. Es un Monoposto de 1942, y descansa, cuando no sale a derretir miradas por las calles de la ciudad, en el Museo del Automóvil que pertenece a la familia Rau.

El Monoposto, junto a Jorge y Evelín

El Museo es exhibido desde hace más de siete años en una muy particular residencia en Avenida 1 entre 34 y 35, a pocas cuadras de la Estación de Trenes de la ciudad. Jorge, un alto y robusto hombre, categoría ´38, era a quien yo iba a ir buscar. Sabía hasta entonces, que junto a su hermano, Cecilio, le había dado vida carnal a la historia, en una magnífica construcción que es vista por muchos pero mirada por pocos.

La colección de los Rau se presta en una de las calles más transitadas de la ciudad. Aún así, con el acelere de la rutina, con el apriete temporal del mundo administrativo, con el ascendente y acentuado estrés de la vida moderna, no son todos los que han descubierto que, girando apenas el cuello al pasar con el auto, se pueden encontrar con un carrito cocacolero de colección, de película.

Fachada del Museo, sobre la Avenida 1

El edificio, alguna vez, allá por los años fundacionales de la ciudad, supo albergar a cientos de fieles que se reunían allí para orar, siendo que fue una de las primeras capillas de la historia de La Plata. Años después, cuando construyeron la Iglesia Nuestra Señora del Carmen, cerraron las puertas del oratorio. Jorge me cuenta que al cumplirse el centenario aniversario de la Iglesia del Carmen, los fieles se concentraron dentro del Museo, lugar que él había ambientado para que se realice una misa  y desde allí puedan partir caminando con los ramos de olivos en sus manos hasta 115 y 530, como en aquel primer viaje que hicieron en 1908. El nuevo anfitrión recuerda que hasta llegaron a comulgar los fieles dentro del Museo.

Jorge Rau es un personaje extraordinario. En un primer acercamiento noté en él a un magnífico abuelo, a un ser social con un compromiso intachable, a un señor de los de antes. Pero con el correr de la tarde me mostró su faceta cómica, su lucidez mental y su envidiable memoria fotográfica. Imaginé sus manos, curtidas por los trabajos mecánicos que realizó durante toda su vida, repartiendo las dieciocho barajas españolas para un truco de a seis. Lo imaginé en un sábado cualquiera, subiendo a sus nietos a los maravillosos autos que refaccionó junto a su hermano ya fallecido, mentor del museo, y enseñando algunas cosas sobre los pistones o sobre el magnífico recorrido que hace la nafta para viajar del surtidor hasta el motor de un FORD T de los años ´20. Lo imaginé, también, laburando de madrugada en el exquisito patio a cielo abierto que se encuentra en el centro del Museo. Lo imaginé tirado en el piso, acomodando los adoquines que tanto le costó conseguir para mantener así la esencia de las antiguas calles de la ciudad, ahora, intacta, dentro de su mundo.

Fue el mismo tipo el que llamó a su hija para que me detallara algunos otros aspectos del Museo. Como quien hereda no sólo la pasión y los deleites de sus ancestros, sino también la profundidad de sus ojos, la expresión gestual de sus cejas, la altura, el largo de brazos  y la picardía de sus padres, Evelín se presentó como la administradora “de todo esto”.

El “todo” llegué a entenderlo más tarde, cuando, pasada momentáneamente la obnubilación que me había causado el Monoposto, empecé a descubrir los fantásticos universos en los cuales habían crecido mis abuelos. Colecciones, intachablemente ordenadas, se mostraban relucientes en las distintas vitrinas y galerías que bordean las paredes del museo. Valijas, botellas, cámaras fotográficas, accesorios de barberías, un fonógrafo y decenas de productos comerciales de principios del Siglo XX, acompañaban a ese fantástico cosmos de patentes y motores.

Las dos horas y media que me senté con Jorge y Evelín a charlar, sentí haber leído una serie entera de Aguafuertes Porteñas. Complementados por un exquisito archivo fotográfico, los anfitriones me marcaron todos los detalles del edificio: las gárgolas del patiecito que escupían agua durante las lluvias, las máquinas afiladoras, la escardadora de lana, los soportes de los cables de los tranvías, y hasta las baldosas con que fueron construidos los baños del lugar: “Mi tío se había obsesionado con encontrar los mosaicos con los cuales se habían hecho los pisos del Congreso. Y lo logró”, cuenta Evelín.

Cada detalle que me mostraban era merecedor de minutos de charla. Todo allí tenía una carga simbólica de impagable valor. Me señalaron las butacas que habían pertenecido al cine Roca, de aquella famosa sala en la cual proyectaban las películas “prohibidas” de “la Coca” Sarli. Me contaron cómo hicieron para traer el portón de entrada al Museo, de dos hojas, que había pertenecido al Teatro Odeón de Buenos Aires, en Corrientes y Esmeralda, y me llevaron hasta la fachada de roble cuya vida pasada había sido tocada por los entrañables tangueros porteños que frecuentaban al restaurant “El Tropezón”, de la Avenida Callao. Entonces, Jorge me canta un tango de Rivero: “Cabaret, tropezón, siempre la misma rutina. Pucherito de gallina, con viejo vino carlón”.

Gran intérprete fue Rivero y gran intérprete lo es también Jorge, porque mientras compartía su rasposa y pronunciada voz, lo imaginaba de nuevo en un barcito de San Telmo, caminando recto y elegante, armando oraciones que rimen, que hablen desde sus construcciones más que desde sus significados.

Luego se acercó nuevamente Evelín, a quien le pregunté por la radio rusa a Kerosene que había visto en la página del Museo. Me dijo que era la que estaba atrás mío, arriba, a la izquierda. Entonces, me explicó su funcionamiento:  “Encendemos la llamita y lo que hace es producir calor. Las paletas cumplen la tarea de disipar ese calor, y por medio de la termocupla, se transforma la energía calórica en eléctrica. Mediante el cablecito, esa energía llega al receptor”. En ese momento, un reconocido comentarista de AM estaba analizando lo que dejó el primer tiempo de Estudiantes-Boca.

Radio a kerosene

La tarde ya se había retirado en La Plata y una leve llovizna me había empezado a erizar un poco la piel. Todavía, acá temblamos al escuchar las escupidas del cielo sobre las chapas del techo. Me retiré, con dos certezas debajo del sombrero: en la primera anuncio que si algún día se abre una votación para elegir qué es lo que se debe poner en el cofre de tesoros de la ciudad, yo voto por el Museo de los Rau. En la segunda, me regalo a la idea de que en esa tarde de sábado me enamoré de un Monoposto de 1942.

El Museo del Automóvil abre su mundo los días sábados, domingos y feriados, de 15 a 19 horas.

Cómo llegar desde la ciudad de Buenos Aires:

En Tren: desde Plaza Constitución cada 15 o 20 min. hasta Estación La Plata ubicada en Av.1 y 44. Duración: 1h. rápido y 1h 20 min. semirápido.

En Ómnibus: desde la Terminal de Retiro. Empresas: Costera Metropolitana y Plaza. Servicios c/ 20 min; sábados y dom. c/ 1 h. hasta Terminal 4 y 42.

En Auto: por autopista La Plata / Bs. As. Duración: aprox. 40 min.

http://www.coleccionrau.com.ar/

Messerschmitt, Alemania, 1959

Fiat Topolino, Italia, 1939