Memorias intra viaje

Dibujando juntas sapos, fuentes y peces

Dibujando con Agnes sapos, fuentes y peces

Repasando imágenes del viaje, se me vino la de ella: una chiquita peruana que nos encontramos el 1 de enero de este año, justito después de haber despedido el 2012 en medio de la lluvia de fuegos artificiales -nunca jamás había visto tantos juntos- en Cusco. Y cuando íbamos por una de las inclinadisimas calles que tiene la ciudad para bajar al centro, la vimos estirándose hasta el techo de una casa, buscando sin ningún resultado alcanzar un manojo de globos, de los amarillos que te regalaban o te vendían -dependiendo de la hora- mientras esperabas el año nuevo en la plaza de la ciudad.

Ella quería su globo. El se lo alncanzó

Ella quería su globo. El se lo alncanzó

Y me acordaba de que cuando Andrés se lo bajó -yo por supuesto tampoco llegaba hasta esa altura-  ella pegó una sonrisa de todos los dientes juntos y se fue caminando para algún lugar, acelerada y aferrada a su nuevo hallazgo. Y me acordaba, en el mismo momento,  cómo un globo, una burbuja de jabón o cualquier otro elemento liviano y volátil podía hacernos pasar horas hipnotizados viéndolos comportarse ante el viento.

Y también, de cómo Agnes, la nena inglesa que viajaba con sus papás por Latinoamérica desde hacia cuatro meses, se quedó durante horas conmigo dibujando fuentes, sapos y peces sin saber una palabra de español.

Ella se fue feliz, aferrada a su nuevo hallazgo

Ella se fue feliz, aferrada a su nuevo hallazgo

Y pensé en las cosas que a uno lo hacen, ya de adulto, quedarse hipnotizados de la fascinación. Y de cuántas veces uno le dedica tiempo a esas pocas -pero especiales- actividades que generan esa incomparable sensación de un paréntesis en el tiempo.

En Bogotá, las paredes hablan

En Bogotá, las paredes hablan. Al igual que en muchas otras ciudades -particularmente, las grandes capitales- en este territorio, las expresiones de su sociedad se ven en todos los espacios. Carteles con propaganda política, fotografías de campañas de concientización, publicidades con venta de productos. Son incontables los lugares que encuentra la comunicación para poder desplegarse. 

De todas estas ciudades, la capital de Colombia es la más trabajada desde el punto de vista del lenguaje callejero. Allí, los grafittis no sólo aparecen en espacios marginales, edificios abandonados o callejones perdidos, sino que están en todos los rincones. Este tipo de arte, vinculado a la manifestación de pedidos de cambios, reclamos por injusticias o llamado a la reflexión popular, se plasma en la vía pública de todos los barrios para quedarse justo ahí donde cientos de ojos se posan durante el día. Para poder hacer circular mejor su mensaje, estos artistas -que utilizan distintas técnicas, desde stencils hasta murales- buscan la sorpresa en lo cotidiano, el sacudón mental en medio del camino rutinario o la posibilidad de una pausa y la apertura de un nuevo pensamiento sobre la realidad social, en medio de los ritmos que impone el sistema. 

A diferencia de otros, este post no busca contar una anécdota o relatar de manera pormenorizada las decenas de experiencias que tienen dos personas al viajar durante meses por Latinoamérica. Porque a diferencia de otros, este post busca vehiculizar el mensaje a través de las imágenes y no de las palabras. Para dejar hablar a esas decenas de paredes que aparecen en todos los espacios bogotanos, con sus palabras y en su propio lenguaje. 

Latinoamérica: un continente, todos los paisajes (segunda parte)

Ciudades latinas

La decisión de incluir algunas grandes ciudades en nuestro itinerario tuvo un doble fundamento. Por un lado, queríamos conocer los museos, las antiguas arquitecturas coloniales, los centros y los puntos estratégicos donde los protagonistas de la historia de los diferentes países lucharon por sus territorios. Por el otro, buscábamos en las grandes urbes los productos y servicios que los pequeños pueblos o lugares aislados no podían darnos: las librerías, la enorme oferta de comidas regionales y los enormes mercados populares de frutas, verduras y carnes presentes en todo el Continente. Así, pasamos por las grandes capitales de Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica y México. Y de algunas de ellas tenemos estos recuerdos.

En la mitad del mundo

En la mitad del mundo

Quito: la mitad del mundo

Llegamos a Quito en plena víspera de elecciones presidenciales. Esto no definió en lo más mínimo nuestra estadía, pero sí le agregó una cierta cuota de contacto con la “temperatura política” del país. Por estas fechas, los afiches proselitistas eran parte de la geografía. Estaban pegados en las paredes de los edificios públicos, en los vidrios de los colectivos, en los kioscos y hasta en las casitas precarias y perdidas de las afueras de la ciudad.

Los conceptos giraban a dos concepciones: el cambio o la continuidad. Allí, ante la pregunta –atrevida por nuestra parte- de a quien elegiría, las respuestas se bifurcaban, subían de tono o simplemente, atinaban a concentrarse en oraciones simples y concisas. En ese contexto, para nosotros Ecuador fue el país que nos dejó alguna idea de sus realidades profundas,  a pesar de haber pasado por allí sólo algunas semanas.

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“No podés ir a Quito y quedarte sin visitar la mitad del mundo”.  Esa fue la frase que resonó en nuestros oídos cuando a pesar de nuestro cansancio –venía de trabajar en una granja orgánica en plena selva ecuatoriana a cambio de casa y comida-decidimos emprender camino hacia allá. Lo que nos esperábamos era un monumento que simbolizara que por sus coordenadas geográficas, en ese preciso lugar se encontraba el punto exacto donde se dividía la Tierra.

La explicación radica en lo siguiente. La Línea Ecuatorial terrestre es aquella que matemáticamente e imaginariamente divide al mundo en dos partes llamadas hemisferios: Hemisferio Norte y Hemisferio Sur. Y según investigaciones científicas, es aquí donde se encuentra esa división. En lo que nosotros creímos sería un simple monolito y resultó ser toda una ciudad: la “Ciudad Mitad del Mundo”.

El predio ocupa varias manzanas y se compone de pequeños edificios y tiendas ordenados alrededor del famoso punto estratégico. Allí hay museos,  restaurants donde venden toda clase de comidas –incluso, los impresionantes cuis asados- e incluso, un Planetario. Allí, la función apunta a explicar las formas de las constelaciones y a detallar cómo algunas de ellas fueron interpretadas por los pueblos andinos como elementos predictivos en cuanto a la agricultura, fecundidad, etc.

Turistas en carruaje, paseando por la ciudad amurallada de Cartagena de Indias

Turistas en carruaje, paseando por la ciudad amurallada de Cartagena de Indias

Colombia de colores

A diferencia de muchas otras ciudades, Cartagena de Indias puede dividirse en dos de manera clara y a partir de un límite geográficamente establecido: una enorme pared que rodea la zona llamada “ciudad amurallada”. Adentro, el tiempo parece haberse congelado en la época colonial, con sus casas de colores y estructuras ornamentales únicas. En cambio afuera, en la zona de Bocagrande, esta ciudad tiene más similitudes con Miami que con cualquier otra tierra latinoamericana. Sus enormes rascacielos y marcas de puro lujo decoran sus calles, en la zona que rodea las playas.

En la feria, tomando puro café colombiano

En la feria, tomando puro café colombiano

Bajo esta misma lógica-pero con límites menos tajantes- funciona Bogotá, la capital colombiana. En esta ciudad, las zonas céntricas se mezclan con La Candelaria, un reducto de no más de cuarenta calles donde se encuentran los museos (entre ellos, el dedicado a Botero),  los restaurants de comida típica más selectos, los hostels para extranjeros  y las calles de

"Te quiero Medellín"

“Te quiero Medellín”

adoquines. Nadie que la visite puede dejar de ir a la feria de Usaquén, a unos cuarenta minutos del centro.  Allí, todos los fines de semana se despliegan artesanos que exhiben desde manualidades con metales preciosos hasta comidas regionales, dulces únicos o café del más puro y naturalmente colombiano.

En este país, Medellín fue nuestra sorpresa más grande. Donde esperábamos encontrar una ciudad más la encontramos a ella: moderna, limpia, innovadora. Sus museos, su metro y sus parques nos dejaron boquiabiertos por su organización y funcionamiento. Pero sobre todo, lo que más nos enamoró fue el Parque Explora, un predio de innovación y tecnología con enormes áreas de juegos desafiantes para los sentidos –vista, tacto, gusto, olfato y oído- y una sala de cine 3D dedicada a la concientización del medio ambiente a través de sus diferentes proyecciones.  Aunque con enormes contrastes según la zona donde se transitara –ya que todavía quedan resquicios de la época de pleno narcotráfico de las filas de Pablo Escobar-, esta ciudad tiene el sello único del cuidado de quienes la habitan.

La impronta única de La Habana

Malecón

Malecón

Por su historia y su realidad política y económica, La Habana, en Cuba, es la ciudad que más difiere de todo el resto del Continente –por lo menos, de las que visitamos en estos meses-. Sus edificios roídos, su malecón mágico, sus restaurants de antaño, sus comidas especiales, su música a toda hora y lugar y la calidez

Baile de danzón

Baile de danzón

extrema de sus habitantes hace de este lugar un espacio para el disfrute y también, la reflexión Es que aquí, en las calles, los bares y los parques, todo es debate y puesta en común de pensamientos sobre las diferentes realidades en la isla. Por todo el combo, fue que a diferencia de otras urbes, de esta capital mítica nos hicimos adictos. Y a diferencia de otras urbes, decidimos dedicarle mucho más tiempo para caminarla y desentrañar sus secretos.

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Playas de postal

En Latinoamérica, las playas son de postal. Ya sean de mares turquesas y calmos en el Caribe o de azules arenosos y desordenados en el Pacífico, llegar a ellas siempre simboliza empezar el verdadero relax. Dedicarse a tomar sol, jugar con las olas o caminar en extensiones inmensas  de arena hace que sea donde sea que se haya pasado antes, estos lugares se transforman inmediatamente en los mejores para dedicarse a hacer nada.

Playas enormes, hermosas y desiertas

Playas enormes, hermosas y desiertas

El Pacifico

Para nosotros, el Parque Nacional Bahía Ballena, en Uvita, Costa Rica, significó un hogar en medio del viaje. Allí leímos, nos cocinamos sano y escuchamos música hasta que nos diera sueño. En esas playas desiertas y gigantes, el constante vaivén de la marea generaba las condiciones perfectas para dos cosas: surfear y observar animales marinos en todos los rincones.

En el primero fuimos novatos. No nos habíamos subido más de una vez a una tabla y por eso, tuvimos que preguntar y repreguntar hasta poder incorporar, ya adentro del agua,  las sugerencias de personas más avispadas en el tema. Pararse con las rodillas dobladas, hacer equilibrio, subirse de un salto y hacer fuerza con todos los brazos…muchas acciones para un principiante. Sin embargo, con el paso de los días pudimos ver algún que otro avance, observando el tamaño y la dirección de las olas y tratando de elegir las más adecuadas para nuestro reciente manejo del deporte.

Los atardeceres en Máncora

Los atardeceres en Máncora

De todas las playas del viaje, Máncora, en Perú, fue la primera. Después de haber pasado por las imponentes ruinas de Machu Pichhu y el oasis de Huacacchina, llegamos a esta zona sin saber muy bien con lo que nos íbamos a encontrar. Y resultó ser que nos topamos con el lugar con los mejores atardeceres del mundo. De cielos naranja furioso y soles acelerados por desaparecer. De nubes-arcoiris y corrientes de aire perfectas. En este pueblo construido de casas de bambú y arena, volvimos a comer en los clásicos mercados de abasto latinos y esta vez, con el lujo más grande: el de poder acceder a los mejores pescados recién sacados del agua a precios irrisorios.

El Caribe

Barú

Barú

A la isla de Barú, en Colombia, llegamos después de un micro, uno bote y una combi. Es decir: una pequeña odisea, teniendo en cuenta que cargábamos con las provisiones para cinco días en medio de la nada. Cuando llegamos nos dimos cuenta que el lugar era literalmente una isla: allí no hay lugares para comprar alimentos –salvo algunas hamburguesas en puestos sobre la playa- ni luz, ni agua potable. Esa fue la primera vez que aprendimos a regular el sueño según la salida y la puesta del sol y también, la primera vez que nos bañamos bajo métodos algo ¿rústicos?, a pleno baldazo y ducha improvisada.

Al archipiélago de 365 islas de San Blás llegamos después de 48 horas de viaje –desde Colombia hasta Panamá-en el velero Olyssee II. Allí nos encontramos con los indios kuna, que habitan esas tierras desde hace siglos y lograron independizarse de otros poderes. Por eso, allí rigen sus reglas y ellos administran la forma en la que cuidan y explotan turísticamente la zona. Estar en Chichimé-una de sus islas- nos ayudó a comprender que el paraíso terrenal es posible. Allí, casi solos en medio de una isla de aguas transparentes, palmeras y caracoles enormes y un fondo del mar –visible si nadabas sólo unos metros hacia el fondo- repleto de peces, algas, corales y vida- nos despertamos con el ruido de los pájaros y nos dormimos viendo cómo el plancton se reflejaba en el agua y brillaba tanto que nos hacía pensar que alguna estrella se había caído a la altura de nuestros pies.

Tulum, con aguas furiosas

Tulum, con aguas furiosas

En México, Tulum y Holbox fue, cada uno a su manera, una nueva forma de conocer este increíble país. En Tulum –mucho más comercial y turístico que Holbox- nos quedamos una semana en un camping sobre la playa y allí nos cocinamos, vimos atardeceres, caminamos y conocimos continuamente personas con las que compartimos experiencia de viaje. Allí también fue que nos zambullimos en los cenotes, una experiencia aparte que se diferenció de todas las demás.

Pelícanos en pleno vuelo. Holbox

Pelícanos en pleno vuelo. Holbox

A Holbox llegamos siguiendo el Festival de Cine –ese sería uno de los puntos donde se proyectarían películas- y considerando que el lugar sería ideal para combinar ese entretenimiento y el placer se seguir viviendo la playa. Me sorprendí mucho cuando me encontré con un pueblito tan pequeño, de calles de tierra y arenas desoladas, todo entero para nosotros. Por lejos, esta isla fue uno de mis lugares favoritos.  Por su mar y su arena pero sobre todo, porque cientos de pelicanos la eligen como espacio para relajarse y esperar su presa. Donde montan vuelo, se largan al cielo y se zambullen de repente –y según parece, bajo cálculos simétricos- hacia el agua en búsqueda de su comida ahí,  justo delante de los ojos de uno, todo el día y a toda hora.

De la oficina a la granja orgánica

Paisaje de la Finca y la casa de nuestros anfitriones. Crédito: Finca Mono Verde

Paisaje de la Finca y la casa de nuestros anfitriones. Crédito: Finca Mono Verde

Hace un mes, cualquier día de la semana  a esta hora (las diez de la mañana) hubiese estado sentada frente a mi computadora enviando emails, chequeando noticias o cubriendo un evento del Ministerio donde trabajaba en Argentina. Pero hoy no es un martes cualquiera: estoy en un pueblo perdido en Ecuador, tengo las manos ampolladas de tanto usar el machete, el cuerpo embarrado y me cuesta caminar por la lluvia. Me duele la espalda de estar agachada sacando malezas, cavando zanjas o pozos y mezclando tierra con humus, compost o caca de vaca, un panorama que no hubiese imaginado para cuando estuviese a 30 días de cumplir los 30.

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El lado B de los viajes

La idea de viajar sin límites de espacio ni tiempo acaso esconda el deseo de experimentar un estado de libertad plena. Cómo, dónde, cuándo, con quién: el viajero toma todas esas decisiones, construye su camino y acepta con incertidumbre la idea de que puede trazar su propio destino. Pero en este tipo de aventuras también existen sombras, grises, traspiés. El Lado B del viajero. Camas incómodas, pérdida de documentos, malos cálculos de dinero y diarreas de intensidades inefables atacan a los valientes que salen a darse una vuelta por ahí. A todos les pasa. Sólo algunos las relatan.

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De Italia al mundo

Mauro es italiano, tiene 47 años y desde que empezó su viaje en 1998, ya recorrió 139 de los 195 países que tiene el mundo. Su fórmula no es mágica, sino práctica: trabaja seis meses al año como analista de sistemas y lo que ahorra se lo gasta –o más bien, lo invierte- en conocer nuevas tierras.

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Latinoamérica: un continente, todos los paisajes (primera parte)

Desiertos y selva. Ruinas y cenotes. Montañas y lagunas. Mar Pacifico y Mar Caribe. Ciudades de torres modernas y gigantes y de edificaciones coloniales y llenas de colores. En sus más de 20 millones de metros cuadrados de superficie, Latinoamérica tiene todos los paisajes.

Vista panorámica del pueblo de Huacacchina, desde la cima de una de sus dunas

Andrés y yo somos testigos: desde que empezó nuestro viaje recorrimos pueblos, islas y ciudades de Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Guatemala y México. En todos esos tramos, las reglas del ambiente y las posibilidades de sus territorios fueron distintas. Por eso, en esta nota quisimos rebobinar el tiempo y revivir los contrastes que hasta hoy nos regaló nuestro Continente.

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Mis 48 horas en el Odyssee II

Abro los ojos sobresaltada. No sé dónde estoy. Sé que no es mi casa, ni algún hostel, ni la carpa. Mis neuronas tardan en acomodarse, hasta que logran darle sentido a lo que ven: un territorio chiquitísimo lleno de cosas que se mueven de un lado a otro, en un vaivén constante y brusco. Como si estuviese montando un toro acuático desaforado que busca tirarme de algún lado. No lo logra, quizás sólo porque estoy acostada y agarrada con uñas y dientes a las sábanas. Finalmente, entiendo: estoy en el Odyssee II, un velero de 13 metros de largo por 3 de alto que me está llevando a mí y a otros seis turistas a cruzar la frontera de Colombia con Panamá, en un viaje que empezó hace más de 30 horas.

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