El lado B de los viajes

#ViajeLatino

La idea de viajar sin límites de espacio ni tiempo acaso esconda el deseo de experimentar un estado de libertad plena. Cómo, dónde, cuándo, con quién: el viajero toma todas esas decisiones, construye su camino y acepta con incertidumbre la idea de que puede trazar su propio destino. Pero en este tipo de aventuras también existen sombras, grises, traspiés. El Lado B del viajero. Camas incómodas, pérdida de documentos, malos cálculos de dinero y diarreas de intensidades inefables atacan a los valientes que salen a darse una vuelta por ahí. A todos les pasa. Sólo algunos las relatan.

 

Antihistamínicos

El estrés por el exceso de trabajo y la rutina de las grandes ciudades son fábricas industriales de patologías del sueño. Dormir en Buenos Aires es una fantasía que pocos pueden cumplir. Uno de los primeros objetivos que envuelven a un viaje es la idea de relajarse, vivir de un modo más saludable, y conseguir su expresión más explícita: dormir como un bebé. No siempre es posible. Este cronista puede dar fe, en base a su constante guerra con el mundo de los insectos.

La primera noche en Humahuaca se presentaría el soldado más temible del batallón enemigo: las chinches de cama. Estos bichos se esconden durante el día en los flejes y costuras de los colchones -especialmente en hoteles, moteles, hospedajes-. Por las noches, cuando su víctima duerme, salen imperceptiblemente y chupan su sangre. La picadura de la chinche es producida por los restos de saliva que dejan en la herida, aunque la picazón -en verdad extrema- empieza horas más tarde de la panzada que se dieron. ¿Una asquerosidad? Es lo que pensó este humilde redactor al levantarse en las hermosas tierras norteñas, invadido por una comenzón que alcanzó zonas anatómicas jamás exploradas.

Este tipo de batallas pueden repetirse en distintos destinos. En zonas selváticas, el tamaño de las hormigas crece tanto como su agresividad. Las especies de mosquitos se diversifican. Uno de los más molestos, sin duda, puede ser el tradicional jején, animal muy pequeño, cuya presencia -y picadura- pasa desapercibida. Horas más tarde, el lector seguramente querrá amputarse una pierna.

Una tiza

El dinero no hace a la felicidad, pero sí garantiza un piso de confort nada despreciable para viajeros, sobre todo en relación a los medios de transporte. El avión es seguro y conecta ciudades lejanas en pocos minutos. Una obviedad, sí, pero obviedad inalcanzable para muchos. Los buses son la opción B. Nada grave para un argentino -o, en rigor, un porteño-, que está acostumbrado a una ecuación de “1 hora = 100 kilómetros”. Error. Las rutas se ponen más picantes cuando la cordillera andina se hace notar.

Muchas empresas de buses latinoamericanas son sorprendentes: hacen viajes de 8 o 10 horas, y cierran sus servicios sanitarios con llave. “Jefe, ¿nos podemos detener para que vaya al baño?”, le preguntó un joven turista argentino a un bravísimo conductor boliviano. La respuesta es imposible de reproducir, pero pongamos que le dijo: “No, nene”. El muchacho insistió, argumentando que se haría encima. “Bueno, tomá, hacé en esta bolsa”. El pibe, un poco avergonzado, bajó su bragueta y tratando de disimular orinó en la bolsa de supermercado.

Los viajes eternos producen además dolores musculares, contracturas, y múltiples dormidas de brazos y piernas. Recomendación: llevar una tiza para pintarse la raja del culo.

Soy turista, estafame

El error más común del residente de una gran ciudad es creer que ya aprendió todos los trucos para escapar de las estafas típicas de las urbes. Cuando uno sale a viajar, siempre -en menor o mayor medida- es turista. No importa que no muestre una cámara japonesa último modelo, que su ropa esté gastada y percudida, o que decida no bañarse por varios días. Aunque sea de bajo presupuesto, llevará el cartel de turista. Muchas personas se acercarán amistosamente a ofrecerle ayuda, consejos y hasta comida u hospedaje gratuito. Pero también deberá enfrentar a los timadores.

Taxistas que apagan el contador cuando escuchan que es tu primera vez en esa ciudad, son un clásico continental. Caminando desprevenido se encuentran ofertas increíbles: veinte dólares por 15 minutos de barrenador. “Con eso duermo dos noches en una habitación con baño privado, capo”, alcanza para que te tiren, sin escalas, la tabla por todo el día a sólo 3 dólares.

Pero los vendedores ambulantes que se suben a los buses, y su desparpajo para remarcar precios, son un espectáculo que el turista hasta puede disfrutar. En un micro de Ecuador -por mencionar sólo un ejemplo-, un buen hombre le vendió un pan de yuca al lugareño que se sentaba justo adelante de este encantador argentino. “Son 50 centavos”, le dijo con una voz estruendosa que no despertó de casualidad a la vieja de al lado. “Deme uno de yuca, maestro”, le dije. El mío llamativamente costaba un dólar. La inflación turista, le dicen.

En Isla Barú, un muchacho caribeño, obsesionado con la malla Nike que recibí de regalo antes de partir -y acaso amante de El Padrino-, me hizo una oferta que no podría rechazar: pretendía cambiar mi bañador por un porrón de cerveza. Pensé en la estúpida viveza criolla, y le respondí a tono: “Me estoy yendo para Panamá, pero en unas semanas vuelvo y te la regalo. Esperame acá”.