De la oficina a la granja orgánica

#ViajeLatino
Paisaje de la Finca y la casa de nuestros anfitriones. Crédito: Finca Mono Verde

Paisaje de la Finca y la casa de nuestros anfitriones. Crédito: Finca Mono Verde

Hace un mes, cualquier día de la semana  a esta hora (las diez de la mañana) hubiese estado sentada frente a mi computadora enviando emails, chequeando noticias o cubriendo un evento del Ministerio donde trabajaba en Argentina. Pero hoy no es un martes cualquiera: estoy en un pueblo perdido en Ecuador, tengo las manos ampolladas de tanto usar el machete, el cuerpo embarrado y me cuesta caminar por la lluvia. Me duele la espalda de estar agachada sacando malezas, cavando zanjas o pozos y mezclando tierra con humus, compost o caca de vaca, un panorama que no hubiese imaginado para cuando estuviese a 30 días de cumplir los 30.

La finca que por una semana se transformó en mi casa (también mi lugar de trabajo y la condición para mi comida) se llama Mono Verde y forma parte de la red de World Opportunities in Organic Farms a través de la cual los trabajadores de las tierras de todos lados del mundo ofrecen alojamiento y alimentación para quienes estén dispuestos a ayudarlos con sus labores diarias, en más de 30 países en todos los continentes.

La cabaña (de  bambú y madera, con una estructura endeble y ventanas sin vidrios) había sido construida por Andrea, una voluntaria estadounidense de la organización Peace Corps que, tras haber colaborado con la escuela y la comunidad en general durante tres años financiada por recursos de la institución, había regresado a su país. Fue cuando Arnaux, un músico francés de 26 años y Mónica, una politóloga ecuatoriana de 28 decidieron, luego de años de viajar, compraron  la finca para asentarse y criar a su bebé.

Desde entonces, los dos reciben continuamente colaboradores que hacen Woofing (la acción de quienes vienen como voluntarios a partir de la red) para poder mantener el lugar bajo los métodos de la permacultura, que propone la eliminación de todo elemento artificial o químico de tratamiento de la tierra para la conservación de los ecosistemas del mundo.

Algunos de los alimentos que da la granja

Algunos de los alimentos que da la granja. Crédito: Talia Goodkin

“No es fácil eludir los productos para fumigar o para hacer crecer intensivamente los cultivos. Sabemos que elegimos el camino más largo y el más costosoñ, pero aun así, creemos que después de cuatro años todo va a fluir casi sin intervención nuestra, sólo por el mismo funcionamiento de la naturaleza. Y eso no tiene precio”, dice Arnaux, quien para lograrlo, se levanta todos los días a las seis de la mañana llueva o lo ataquen los rayos del sol ardiente para seguir labrando su tierra y conociendo sus secretos.

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Para poder llegar a Tabuga, un reducto de no más de mil habitantes en la provincia de Manabi -que ni siquiera figura en algunos mapas del país- el micro nos dejó a mis dos amigas californianas y a mí en medio de la ruta en plena noche. Hasta ese momento, todo nos parecía pintoresco: tres mujeres jóvenes emprendiendo la aventura de vivir en una granja por siete días sonaba, por lo menos, interesante. Fue entonces cuando apareció una sombra de fondo, un galopar intenso que se acercaba y los fantasmas se multiplicaron. “Nos van a violar y matar y dejar nuestros pedazos en la ruta, que alguien va a encontrar muchos días después”, pensamos al mismo tiempo, sin saberlo, Talia y yo, demostrando nuestra clara síntomatologia de provenir de ciudades donde la confianza es un bien escaso.

-“¿Para dónde van chicas?”-, nos preguntó un hombre de piel morena, rasgos ásperos y voz gruesa.

-“Para la finca de Arnáux y Mónica”, contestó Zoe, mientras Talia y yo le pegamos una mirada fulminante por haber contestado y dado el pie para una conversación que nos daba más miedo que certidumbre.

-“Es por acá, síganme”, decretó instantáneamente el jinete, que minutos después nos contó que se llamaba Segundo y era vecino de la hacienda.

A medida que avanzábamos, el camino de tierra se tornaba más oscuro y desnivelado. Cuando el hombre nos metió en un camino que no parecía llevar a ningún lado, fue cuando todas las películas y las noticias truculentas que se iban sumando en nuestra imaginación estallaron.

-“¿Cuánto nos falta para llegar?” inquirí, sin vueltas.

-“Es por acá”, insistió.

A los minutos vimos una tranquera, con el escenario de fondo que habíamos visto en las fotos del sitio web de la finca.  Luego el hombre, que finalmente y como era de suponer no era ni violador ni asesino, sino simplemente un tipo amable acostumbrado a ayudar a los desconocidos, nos invitó a entrar y nos despedimos.Por nuestros pensamientos catastróficos dignos de series de investigación forense aplicados a un lugar donde los códigos aun existen, Talia y yo nos sentimos las más capitalinas y ridículas del condado.

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Talia, Zoe y yo junto a nuestras vecinas. Día de limpieza.

Talia, Zoe y yo junto a nuestras vecinas. Día de limpieza.  Crédito: Talia Goodkin

Subimos el terreno empinado cargando nuestras mochilas enormes mientras escuchábamos la música que provenía de la única cabaña con luz que divisamos a lo lejos y finalmente, llegamos. Nos esperaban un francés, una ecuatoriana (con su bebé Mael, de un año) y dos suizos que nos invitaron a sumarnos a la cena sin titubear. El menú fue un primer acercamiento a lo que luego sería nuestro festín diario: todas las combinaciones de frutas y verduras, algunas cultivadas ahí mismo, otras, adquiridas una vez por semana en Pedernales, la ciudad más cercana.

-“¿Qué tipo de restricciones tienen para la comida, chicas?”- nos preguntó Mónica ni bien entramos.

-“Ninguna”, dijimos casi al unísono.

-“Qué bueno”, suspiró casi aliviada. “Los chicos son crudívoros, o sea, que no comen nada que tenga cocción y es difícil seguirles el ritmo”.

Desde ese primer día hasta el último, la alimentación sería uno de los puntos centrales de nuestra estadía. No sólo porque comimos sano y cocinamos innumerables combinaciones de platos con frutas y verduras (Talia y Zoe tienen el don de elaborar exquisiteces con vegetales), sino también, porque entendimos el complejísimo proceso que tiene cada uno de los elementos que ingerimos sin tomar conciencia de ello.

En la finca aprendimos de todo: a fabricar nutrientes con productos naturales, a sostener el machete para cortar malezas al ras del suelo, a seleccionar las herramientas para cavar pozos y zanjas y hasta a identificar algunos frutos a partir de la forma de sus hojas. A trabajar en equipo y a seguir los consejos de quienes, como Arnáux o Mónica, saben de lo que hablan por informarse y contactarse diariamente con los procesos naturales de su tierra.

Mini cosecha de limones

Mini cosecha de limones. Crédito: Finca Mono Verde

Pero de todo lo que me dejó haber vivido la experiencia de ser “campesina por una semana”, lo que me llevo para este viaje y el resto de los desayunos, almuerzos, meriendas y cenas de mi vida es el saber que todo lo que está ahí implicó trabajo: el de los labradores de las tierras y el del fruto mismo, que creció a pesar de las tormentas, que se fortaleció aun en las peores circunstancias, que sobrevivió a otras y que ahora está ahí para ser parte de mis comidas. Y por eso, lo que más valoro de haber estado ahí es haber sumado, aun a punto de cumplir mis 30, un conocimiento más para valorar lo que antes daba por sentado.

Crédito de las imágenes: Talia Goodkin/Zoe Brent/ Sitio Web Finca Mono Verde