Una mujer gruesa, con las mejillas rosadas, de pasos firmes y semblante plácido, y un hombre mayor, atildado, vestido con sus mejores trapos, adquiridos tiempo atrás en las tiendas hebreas del centro, se cruzaron en la calle justo cuando cada uno regresaba de sus compras, o mejor dicho de sus pesquisas para conseguir algo decente para la cena, ya que en aquellos días poco quedaba en la ciudad, que no estuviese de ligera a severamente podrido. Hans Werner llevaba suficientes años viviendo solo desde que su esposa había fallecido por un ataque cardíaco, no dejando descendencia, como para saber lo deseable que era el despertar de cualquier tipo de ilusión en el alma y aunque eran tiempos muy difíciles, y en la mayoría de la gente parecía no quedar resquicio para las expresiones más elevadas del espíritu, sí que en él se abrían camino a ráfagas, certeras rachas casi imperceptibles de felicidad; en los últimos tiempos estaban dadas, de especial manera cuando tenía la oportunidad de cruzarse al paso con la señorita Helga Sanders, soltera, quien a pesar de contar con una edad avanzada también, poseía aún la gracia de la inocencia en su semblante. Tampoco a ella le resultaba un hecho más de la vida cotidiana, los casuales encuentros diarios, lloviese nevase o relampaguease, con el estirado y bueno de Hans, quien siempre se mostraba tan amable con ella, y de quien sabía poco más que lo que en el barrio se sabía acerca de él, muy ario de estirpe, pero de alma arruinada por los ideales equivocados. Continuar leyendo