Una noche nublada nos juntamos a cenar con mis amigos. El cielo estaba amenazante mal, pero nosotros teníamos ganas de hacer algo y recibimos uno de esos llamados milagrosos de Jesús. Como les decía, mi amigo Jesús (un flaco que me salvó de una borrachera descomunal en una de esas fiestas inolvidables que se olvidan completamente) nos llamó por teléfono y nos dijo que estaba en la casa de unas pibas que también tenían ganas de hacer algo pero que no sabían qué. Al toque, metimos una previa rabiosa y salimos volando para allá en un taxi que fue esquivando charcos de una garúa que, en pocos minutos, se transformó en el diluvio universal. Llegamos a la casa empapados pero con buena energía (alegres) y, al instante, nos dimos cuenta que la noche iba a morir entre esas cuatro paredes. Con mis amigos nos miramos y comprendimos que esa lluvia interminable era una sentencia: la noche dependía de nosotros.