“No somos nada”, me dijo mi amigo el Tano al ver la gran fila de hombres y mujeres que lloraban desconsolados frente al féretro. “Del polvo venimos y al polvo vamos”, le contesté yo acompañándolo en el sentimiento. “Estamos solos”, suspiró. “No estamos solos, estamos desencontrados”, lo corregí. Cuando a uno lo dejan se siente como una muerte en vida. A veces me resulta imposible entender cómo alguien que alguna vez juró amarnos, que compartió momentos tan importantes de su vida con nosotros, un buen día decide borrarnos de su historia para siempre. “Yo sigo preguntándome si ella piensa tanto en mí como yo pienso en ella. Si su vida cambió desde que nos conocimos o si sólo soy un mal recuerdo”, me dice el Tano con tristeza. “Es que al enamorarse uno piensa que ese amor es infinito y tiene un único dueño, pero también se puede amar infinitamente a otra persona”, dijo mi otro amigo Eros que se acercó a nosotros alisándose la corbata de seda negra con la que había asistido al funeral. Al instante, noté que al Tano se le pusieron los ojos vidriosos de bronca al escuchar sus palabras. Y yo estaba ahí, con la dualidad de mi naturaleza humana a flor de piel, batallando contra mis instintos, desdibujado en mis contradicciones en medio de un velatorio el día de los enamorados.