¿Literatura? para adolescentes

#EnClaveLiterari@

Llevaba un tiempo y varios libros leídos con la idea dándome vueltas, cuando hoy a la mañana, en el diario El País, encontré una nota que planteaba esto que ahora pienso que muchos, no solo padres y docentes, alguna vez nos hemos problematizado al menos un rato cada cierto tiempo. Específicamente, el rol, el valor y la supuesta importancia que tienen las novelas y cuentos que se escriben para los adolescentes. El artículo, firmado por Miqui Otero, presenta dos posturas antagónicas que expresan los extremos de la discusión. Sintéticamente, una, la de Neil Gaiman, que sostiene que no existen libros malos y que todo aporta en la formación de los lectores, y la otra, con Tim Parks de vocero, que reprueba a los libros producto y propone que la formación lectora comience con Romeo y Julieta. De cualquier forma, la nota de El País se concentra en las lecturas globalizadas, en las sagas y novelas que son best sellers y que circulan a lo largo y a lo ancho del planeta. 

Historias que saltan del libro al cine, que tienen su mancha voraz en las librerías y son reseñadas y debatidas en los medios como parte del marketing que vincula y participa de las ganancias a todos los socios de la cadena. Un esquema idéntico al que estructura las ventas masivas de los libros para el público adulto (desde las sombras de Grey hasta el boom de Da Vinci y su código, pasando por los grandes éxitos de otras décadas: Robin Cook, Sidney Sheldon, Wilbur Smith, entre tantos otros). En definitiva, nada nuevo, o lo mismo repetido con igual éxito.

lectura

Sin embargo, en una escala menor pero sin dudas redituable, proliferan los libros que las editoriales argentinas (aunque sean sucursales de multinacionales) publican para atender la demanda del público adolescente. Como si fuera necesario generar un producto especial, a medida, para ingresar y disfrutar de la práctica de la lectura. Por lógica, la escuela funciona como una puerta de acceso, como una útil vidriera para esos libros y los docentes de lengua y literatura, como encubiertos publicistas de este tipo de ediciones. En nuestro país, el nicho en cuestión se encuentra generosamente cubierto y atendido con celo por un equipo de promotores que envía mails y visita con asiduidad los establecimientos educativos. También, las grandes editoriales regalan un par de ejemplares de las “novedades” y acercan guías y ejercitación para trabajar los textos en el aula. En otras palabras, les evitan a los profesores una tarea que deberían encarar ellos, solos o en grupo, y contemplando los intereses y potencialidades de cada uno de sus cursos.
Es decir, hay un mercado y la oferta es amplia, pero la discusión sobre la calidad de cada una de las obras es un asunto que se posterga. Indefinidamente, tal vez porque se lo juzga superfluo, innecesario. Algunos de los autores de estos libros para adolescentes ingresan al rubro con un prestigio adquirido previamente (Pablo De Santis, Eduardo Sacheri) y otros son las estrellas premiadas del “género”, escritores que se dedican exclusivamente a “producir” para los jóvenes… y a ellos les gusta lo que escriben y cómo lo hacen (Andrea Ferrari, Mario Méndez). En uno y otro caso, por lo general, los libros abordan problemáticas que, a través de la lectura, pueden ser útiles para facilitar el diálogo en el aula o bien para que se establezcan relaciones entre el texto ficcional y la cotidianeidad de los adolescentes. Pero, salvo excepciones muy esporádicas, en ellos se destacan las fórmulas, el lenguaje sencillo (infantilizado o exageradamente “joven y cool”), el maniqueísmo y la construcción de mundos ingenuos donde la redención de los malos llega, indefectiblemente, en las páginas finales. Todo se ordena, todo cierra y el después del punto final será gratificante y esperanzador. Deduzco que los autores parten de una construcción que imagina al adolescente lector como un sujeto acrítico y perezoso, que precisa de lo familiar y próximo para generar cierta empatía con lo que lee y que, además, necesita del falso consuelo de saber que otros ya han pasado o padecido las dificultades o complicaciones que él está atravesando.

En cuanto a los personajes principales, casi siempre, se encuentran signados por la crisis, sea por la pérdida de la familia o de un ser querido (o también enfermedades graves entre sus afectos), o bien porque soportan alguna forma de discriminación, o porque sufren un malestar característico de la edad adolescente (anorexia, incomunicación, adicciones). La ayuda siempre proviene de las personas menos esperadas y, gracias a ellos, y a su fuerza de voluntad, el personaje puede superar la dificultad que atraviesa. La fórmula del happy end libera a los jóvenes y los entrena para seguir leyendo textos que “cierran” brindando esa sensación de paz y tranquilidad tan sedante y conveniente.

Aclaro que no me aventuré con la totalidad de lo que figura en los catálogos de todas las editoriales del sector (sería nocivo), pero sí conté recién veintitrés libros que recuerdo haber leído con lo cual, entiendo, el corpus me autoriza a enunciar estas reflexiones.

Personalmente, me parece positivo que los adolescentes lean. Ojalá a los clásicos, aunque si son las contratapas de los DVD o los prospectos de los remedios, considero que ya han dado un primer paso. Y si se trata de libros, aunque sean los escritos para ellos, bastante se ha avanzado. Claro que faltaría el pasaje, el salto de ese producto a la literatura, a esos textos que no ofrecen soluciones sino enigmas, que experimentan y desafían, que convierten al lector de un sujeto pasivo a un actor que da vida y vive con intensidad una ficción o un poema.

libroooo

En el prólogo de Libros. Todo lo que hay que leer, Christiane Zschirnt sostiene que no se puede obligar a nadie a participar del diálogo de la civilización, que cualquiera puede negarse a visitar las mejores obras de una cultura. Estoy de acuerdo, pero pienso que esa negativa debe ser el resultado de una elección y no de la ignorancia, de que la persona no haya conocido o carecido de los medios para acceder a esas “mejores obras de una cultura”. Responsabilidad, sin dudas, que recae, además de en cada uno de los sujetos, en los padres, hombres y mujeres de la cultura y profesores.