Mi novia, que es más inteligente que yo y robaba ciruelas cuando era chica, me dice que ese texto no es una buena influencia.
—¿Qué texto?
El de las malas palabras, me aclara. Eso no genera nada bueno, me dice.
Trato de defenderme. Digo que hablo de la palabra precisa, la justa.
La palabra que se tiene que usar. La que corresponde.
Intento explicarle que en la escritura usar la palabra adecuada es crucial. Que uno debe hacerlo aún en la incomodidad, porque si no lo hiciera correría el riesgo de falsificar lo dicho.
Y eso tendría consecuencias.
La inspiración podría replegarse, por sentirse rechazada. Algo que sería peligroso para quien quiere escribir.
Por eso hay que usar la palabra indicada. De lo contrario uno obraría con traición hacia los lectores y la escritura.
Le digo.
Procuro aclarar que no quiero fomentar el uso de malas palabras. Que no es mi propósito erosionar el lenguaje ni envalentonar la mala educación.
Y no sé qué más le digo y en qué otras cuestiones me enredo para salvarme. Evadirme del dedo que me apunta y me declara culpable.
Me mira como diciendo, no te hagas el pelotudo y dejate de joder con esas explicaciones de morondanga.
La observo en silencio.
Ella tampoco dice nada.
*Hasta la próxima!
