Desesperado por amor

#SoySolo

Mamá, papá, apaguen la computadora. Vos, mamá, dejá de chusmearme el Facebook creyendo que cada mina que “megustea” uno de mis comentarios va a ser tu futura nuera. Y vos, papá, dejá de buscar avisos clasificados en Internet, moviendo el mouse como si fueras un Neanderthal tratando de hacer fuego con dos palitos. Ya está, no doy más. Llegó la hora de confesar lo inconfesable: voy a contarles las cosas que fui capaz de hacer las veces que estuve desesperado por amor.

Yo le mandé un mensaje de texto absolutamente vacío a la madrugada. Porque creí que esa vacuidad existencial la iba a hacer pensar en lo que habíamos perdido. Que ella iba a recordar todos los momentos que vivimos juntos. Que me iba a contestar que le pasaba lo mismo que a mí, que se arrepentía de todo lo malo, que quería volver a empezar. Pero no, ni un emoticón careta me respondió.

Yo publiqué cualquier gilada en el muro cuando la vi online. Porque quería que ella supiese que estaba conectado y disponible para hablar de lo mil veces hablado. Porque dije paparruchadas sobre el clima, compartí frases de gente famosa que nunca dijeron, fotos de gatitos y perritos hechos percha en adopción, hasta le mandé “sin querer” una solicitud de uno de esos jueguitos horribles que no te dejan ver las noticias importantes para llamarle la atención. Pero no, ni un “me gusta” falto de compromiso me encajó.

Yo la miré fijo en el boliche durante toda la noche. Porque creí que mi mirada penetrante la iba a transportar a un lugar mágico sólo para los dos. Porque esperaba que me hiciese un mínimo gesto para que yo entendiese que era hora de arrancarla porque tenía chances con ella. Porque si en ese momento hubiese podido llevar uno de esos cartelitos lumínicos de los taxis que dicen “Libre”, te juro que me lo colgaba de la frente. Pero no, paró un bondi.

Yo le stalkeé el perfil todos los días durante una obsesiva cantidad de tiempo. Porque quería saber si estaba con alguien, cómo pensaba, qué decía, que música escuchaba, qué cosas le gustaban, con cuántas faltas de ortografía escribía, quienes eran sus amigos, cuántas fotos tenía, a qué eventos asistía, qué cosas compartía, cuántas entradas publicaba, quién era ella en este universo digital. Pero no, siempre terminaba siendo una persona distinta a la que yo creía conocer.

Yo aparecí “de casualidad” cerca de su casa. Porque intentaba cruzarme con ella para que al verme se diese cuenta que yo era el hombre que quería para su vida. Porque soñaba que pensase que de las siete mil millones de opciones que existen en el planeta, yo era la indicada para ella, ni un nigeriano, ni un francés, ni un mexicano, yo, el pelado ese que pasaba por su casa que le quedaba de paso para llegar a un destino que no era otro que su corazón. Pero no, al verme cruzó de vereda.

Yo me hice el sensible para tenerla cerca. Porque cada vez que me invitaba a su casa a tomar la leche para contarme sus desengaños amorosos, secretamente, yo esperaba que ella me pidiese que la hiciese sentir como ese gil de turno nunca había logrado hacerla sentir. Porque me mordía los codos para mantener mi caballerosidad cuando me describía, con lujo de detalles, lo miserable que era su nuevo novio. Pero no, siempre aparecía un flaco nuevo a su lado aún más miserable que el anterior.

Yo la acompañé hasta la puerta de su casa a la noche fingiendo querer protegerla. Porque pensaba que al estar a solas con ella no me iba a ver más como ese compañerito de colegio que le pasaba la tarea para que no se atrasase. Porque fantaseaba con que ese abrazo de fin de año que nos dábamos durase trescientos sesenta y cinco días más mientras, por adentro, quería morderle el cuello como un monstruo sediento de sangre. Pero no, nunca me vio como una opción, siempre como su mejor amigo.

Yo la llamé a la madrugada y no le hablé. Porque creía que mi respiración copiosa y agitada, del otro lado del teléfono, le iba a indicar que a alguien le faltaba el aliento cada vez que estaba cerca de ella. Porque no encontraba las palabras necesarias para decirle lo mucho que la amaba, todo lo que sería capaz de hacer para verla feliz. Porque esperaba que ella me preguntase: “¿Sos vos?” y yo ahí entendiese que ella también estaba esperando ese llamado. Pero no, hizo una denuncia en la comisaría del barrio.

¿Y por qué hice todo esto? Porque creo que el amor es la fuerza más poderosa del universo. Porque estoy convencido que es el principio y el final de todo. Porque siento que es el motor de la existencia humana. Porque es lo que le da sentido a mi vida. Porque es lo que quiero compartir con ella que aún no tiene ni cara ni cuerpo ni nombre, pero sé que está ahí, perdida entre la confusión de no saber dónde carajos nos vamos a encontrar. Y les prometo, papá y mamá, que si tuviese que volver a empezar, volvería a cometer los mismos errores. Yo me equivoqué y pagué, pero el amor…

…el amor no se mancha.