Amores facturados

#SoySolo

No entiendo cómo un tipo puede levantarse una mina en un boliche. Yo la verdad que no tengo idea cómo comportarme en esos lugares. A la gente le grito en el oído por la música al mango, me da asco todo el mundo bailando chivado, me tropiezo a cada rato por la ropa y las carteras que dejan en el piso, paso vergüenza con mi escueta y humilde humanidad al lado de enormes patovas, me angustia ver tipos que se duermen en un rincón o están quietos y en silencio con un trago en la mano durante toda la noche, me cruzo con flacos en musculosa, bermudas y ojotas, todo es muy raro.

Yo no voy mucho a boliches. Ojo, no tengo nada contra ellos. Es más, cuando voy soy, seguramente, uno de los tipos que más bailan y hacen bailar. Me gusta eso de reunirse en un lugar para mover las cachas, pero no creo estar preparado para poder conquistar a nadie en ese ámbito. Siento que no soy capaz de manejar esos códigos, como que no me encuentro cómodo en esos lugares. Por eso siempre me pasa lo mismo, en vez de encarar a todas las chicas (tengo un amigo que se para en la puerta del baño de damas y se intenta chamuyar a todas las minas que salen y entran apuradas del toilette) yo me obsesiono con una, con esa que, para mí y solo para mí, es distinta a todas las demás. Con ella, que le da un sentido a todo ese cóctel sensorial lleno de luces, ruido y calor. Y, a veces, muy pocas veces, pasa que ella también se fija en mí.

Poco a poco fingí que la cadencia de la música, que el vaivén de mis caderas me conducía involuntariamente a su lado. Le pedí perdón por haberla golpeado con mis turgentes nalgas (esto de que me guste bailar me trajo algunas ventajas físicas) e intenté comenzar a hablar con ella. Sin embargo, por mis confesadas dificultades de socializar dentro de un boliche bailable, al instante supe que todo el asunto se trataba de una misión (casi) imposible. Así que opté por convertir mi error en uno de esos atrevimientos que rompen el hielo: a falta de una buena charla introductoria, la saqué a bailar.

La chica aceptó gustosamente. Yo no lo podía creer. Era una de las mujeres más lindas del boliche (no lo decía yo, sino todos mis amigos que no podían creer la muñeca de porcelana articulada que meneaba junto a mí). Todo iba extraordinariamente bien, así que, sin mediar palabra, le hice un gesto para que me esperase y ella me sonrió afirmando con la cabeza. Entonces, me acerqué a la barra y, previa pregunta al barman si me hacían algún tipo de descuento con la tarjeta del banco porque la noche me estaba saliendo un ojo de la cara, compré un shampú de los más caros y horribles para compartir con ella. Con eso la tenía que matar. Pero cuando me di vuelta vi a un flaco que se la estaba chamuyando.

Se ve que el tipo sí sabía cómo llegarle a una mina en medio de todo ese barullo. Cuando aparecí yo con ese regalo, la chica tomó una de mis copas y brindó conmigo dándole la espalda a su otro pretendiente. La tenía ahí. Pero el flaco reapareció a los cinco minutos con dos botellas de un champagne más caro y aún más horrible del que yo había podido comprar con mi caja de ahorro en pesos devaluados. Entonces, volví corriendo a la barra y me fumé todo el aguinaldo con una botella de un líquido vomitivo y caro como él solo. No sé que era, pero por el precio se trataba de jugo de oro o algo así. Prendieron una sirena en el lugar y una moza en rollers me llevó la botella en un balde de plata con dos copas de cristal a la mesa de esta piba que me miraba como si fuera el amor de su vida. Yo no lo podía creer. Me di cuenta que el fuego estaba listo, que era hora de tirar toda la carne al asador. Le serví una copa de esa porquería que me iba a dejar viviendo abajo de un puente, y, acercándome sugestivamente a su oreja para que me escuche bien, le grité al oído: “¿Me pasás tu número?”. Ella me miró, me volvió a sonreír con esos dientes brillantes como perlas y, afirmando con la cabeza, me dijo: “Sí, tomá”, y me entregó su tarjeta para contrataciones.

Y así fue como aprendí lo que era trabajar de “presencia” en un boliche.