Cerrado por duelo

#SoySolo

“No somos nada”, me dijo mi amigo el Tano al ver la gran fila de hombres y mujeres que lloraban desconsolados frente al féretro. “Del polvo venimos y al polvo vamos”, le contesté yo acompañándolo en el sentimiento. “Estamos solos”, suspiró. “No estamos solos, estamos desencontrados”, lo corregí. Cuando a uno lo dejan se siente como una muerte en vida. A veces me resulta imposible entender cómo alguien que alguna vez juró amarnos, que compartió momentos tan importantes de su vida con nosotros, un buen día decide borrarnos de su historia para siempre. “Yo sigo preguntándome si ella piensa tanto en mí como yo pienso en ella. Si su vida cambió desde que nos conocimos o si sólo soy un mal recuerdo”, me dice el Tano con tristeza. “Es que al enamorarse uno piensa que ese amor es infinito y tiene un único dueño, pero también se puede amar infinitamente a otra persona”, dijo mi otro amigo Eros que se acercó a nosotros alisándose la corbata de seda negra con la que había asistido al funeral. Al instante, noté que al Tano se le pusieron los ojos vidriosos de bronca al escuchar sus palabras. Y yo estaba ahí, con la dualidad de mi naturaleza humana a flor de piel, batallando contra mis instintos, desdibujado en mis contradicciones en medio de un velatorio el día de los enamorados.

“Vos tenés un iceberg en el corazón”, le escupió el Tano. Eros le sonrió: “Basta de tanta melancolía, basta de querer volver al pasado en donde la angustia era una posibilidad lejana y no una realidad”, le dijo. “Es que la vida hay que vivirla con pasiones, si no, sólo se transforma en espera”, le gritó el Tano ofendido. Los asistentes al servicio nos miraron sorprendidos con pañuelos humedecidos de lágrimas, mientras mis amigos gritaban en medio de tanto desconsuelo. “Muchachos, tranquilícense”, traté de mediar sus fuerzas. “Mantené la compostura, Tano. No seas tan impulsivo y aprendé a vivir en sociedad”, le respondió Eros. “¡Cuánto dolor se siente estar eternamente vacío!”, se lamentó el Tano agarrándose el pecho. “Hay que dar vuelta la página y seguir”, le dije yo con mi porfía de mirar siempre hacia el futuro. “Es que ustedes ven todo color de rosa, pero aunque no lo quieran aceptar no somos eternos, muchachos”, nos advirtió el Tano. “Por eso hay que dejarse de tantos lamentos autodestructivos y vivir el hoy. Estamos rodeados de razones para seguir adelante. Lo único tangible es la vida, Tanito”, le contestó Eros y por un momento pensé que estaban llegando a un acuerdo.

Pero al ver a cada uno de los deudos irse en soledad, el Tano se acongojó otra vez: “La única certeza que tiene el hombre es la muerte”, dijo secándose las mejillas. “Y que estamos vivos. Así que, mientras tanto, la eternidad será una posibilidad, ¿no? Siempre podés volver a sentir aquello que le da un sentido a tu vida. La pasión y el deseo trascienden todas las fronteras, incluso las del tiempo”, dijo Eros, “Y las corrompe”, le redobló la apuesta el Tano. “Todo depende de las intenciones que uno tenga. Yo quiero amar y ser amado ciegamente y en libertad. No veo nada de malo en eso”, remató Eros aquella pelea sin fin y, con el paso de las horas, cada uno de nosotros se fue quedando solo con sus fantasmas y sus cicatrices.

Cuando ya no quedaba nadie, me acerqué al ataúd y, antes de echar una última mirada al difunto, recordé esas escenas de besos apasionados, corridas desesperadas a brazos de encuentro y cartas de amor escritas de puño y letra bajo la tenue luz de una vela que vi en tantas películas y leí en tantos libros. Me sentí solo mientras afuera la gente festejaba el encuentro de dos almas que se completan y se reeligen día a día. Y fue entonces cuando entendí que la decisión de amar y ser feliz acompañando no nos es ajena, sino que se trata de una predisposición a la vida, de querer uno un bien para el otro como si fuera propio, de brindarse entero al compañero de ruta elegido, de aceptarse a uno mismo y respetar al prójimo, de una filosofía existencial y una elección personal que, aún envuelta en un halo de misterio, va mucho más allá de cualquier acto mágico elucubrado azarosamente por un niño alado con los ojos vendados que revolotea por ahí concediendo amor u olvido a su antojo. Así que le dejé su flecha partida sobre su regazo y, entre las lágrimas que produce un último desengaño, le dije: “Feliz día de los enamorados, viejo amigo”.

Cupido ha muerto.