Amistades peligrosas

#SoySolo

Yo creo en la amistad entre el hombre y la mujer. Porque para mí, amigas son todas aquellas mujeres que quiero pero de las cuales nunca me llegué a enamorar. Igual, tengo que admitir que a veces la diferencia se me hace un tanto difícil de ver. No es fácil categorizar a las personas que uno conoce en amigos, conocidos, colegas o familiares. Por eso, reconozco que alguna vez esos límites se me volvieron un tanto difusos.

Durante toda mi adolescencia estuve enamorado de una amiga. Enamorarse en esa etapa de tu vida tan especial es complicado, sobre todo porque sos como una especie de mutante que se va transformando en una cosa distinta todos los días. A los hombres nos salen pelos en lugares indecentes de un día para el otro, nos cambia el registro de voz de tenor a barítono en una semana y comenzamos una carrera contra la obesidad mórbida y la calvicie al alcanzar el pico de nuestra madurez, para luego darle paso a un declive físico inevitable e imparable hasta el cajón. Para las mujeres es todo mucho más fácil: le crecen carnes, se les ensanchan las caderas y sangran todo los meses. Una papa. Pero lo cierto es que nunca te esperás que ese amor platónico un día se vuelva realidad. Y eso, a mí, una vez me pasó.

Estábamos en su fiesta de egresados. Mientras todos esperábamos que aparezcan los protagonistas, yo estaba con unos amigos bailando arriba de un parlante, repitiendo unos pacitos que habíamos aprendido de los coordinadores de Bariloche que excitaban a las masas en un frenesí de ensayadísima sincronía y absoluta falta de gracia. De pronto, las luces del boliche iluminaron el escenario y ella apareció con unas alitas de mariposa. Yo sonreía de emoción, me encantaba verla tan feliz. Pero noté un brillo extraño en sus ojos. Pensé que era por el humo artificial, las luces estroboscópicas y el volumen ensordecedor de la música (la ebriedad estaba descontada), pero no, ese brillo era diferente: era el preámbulo de una confesión.

En un momento, mi amiga se bajó del escenario abriéndose paso entre la multitud y me abrazó con fuerza. Yo pensé que quería que la acompañe al baño a sostenerle el flequillo, pero no. Me miró a los ojos y me dijo: “Tenemos que hablar”. Al principio no entendí nada. “¿Qué te pasa?”, le pregunté y ella me llevó de la mano a un rincón del boliche y me dijo que estaba enamorada de mí, que hacía mucho tiempo que lo sentía, pero que finalmente se había dado cuenta que quería estar conmigo, que quería que dejásemos de ser amigos para intentar ser algo más. Yo me quedé helado. Era lo que toda mi vida había soñado (ok, no en un boliche ni frente a una niña algo ebria y vestida con alitas de mariposa hechas con papel celofán) y no supe cómo reaccionar. Así que le dije que se dedique a disfrutar de su fiesta, que cuando terminase todo volvíamos a hablar. Ella aceptó, me abrazó con fuerza otra vez y se zambulló tambaleante dentro la pista. Mientras volvía en el taxi, lo primero que hice fue convencerme que no tenía que ilusionarme, que sólo se trataba de una sinapsis errada de su cerebro sobreestimulado por la excitación de cerrar una etapa tan transcendental en su vida. Pero una amiga en común me preguntó “¿Te lo dijo?”, y ahí confirmé que no era un sueño, que todo era real. El último recuerdo que me queda de esa noche es que no pude dormir.

El día que te enamorás de una amiga, te das cuenta que ya no sabés bien qué hacer. Que todo lo que soñaste que harías con ella si la relación tuviese ese giro que siempre deseaste con ansias y hormonas es ultra difícil de llevarlo a la realidad. Porque cuando uno es amigo dice y hace cualquier cosa sin preocuparse por ventilar esos detalles escabrosos que pueden derrumbar la imagen idealizada que tratamos de vender a una chica en una primera cita. Con los amigos vale todo. Además, en mi rol de amigovio con derecho a ciertos roces, me conformaba. Le veía pasar todos los novios, es cierto, pero yo era el premio consuelo que siempre quedaba ahí, firme (sobre todo firme) haciéndole masajes (me tenía que morder los codos para no dejar mis manitos en offside) y abrazándola para consolarla cuando estaba mal (dije que a las chicas en esta etapa le crecen carnes, ¿no?).

Sin embargo, lo que siguió fue una etapa de desencuentros. O sea nos empezamos a ver más, pero no éramos ni una cosa ni la otra. Yo me contenía de avanzar cuando estábamos solos porque pensaba que tenía que respetar el tiempo que ella necesitase para darle inicio a esa otra etapa de nuestra relación. Pero, ahora que lo veo en retrospectiva, me parece que ella quería lo contrario. Al poco tiempo todo se volvió medio raro y yo le pedí al gordo que me averiguase qué estaba pasando, pero como sus dotes de investigador son realmente muy escasas, la confusión se volvió aún mayor. Y fue entonces que, cuando una serie de rumores medios heavy comenzaron a surcar el aire, me llegó un mensaje de ella diciéndome que teníamos que hablar (otra vez).

Nos encontramos en la puerta de mi casa. A mí me latía el pecho a full. Pensé que la quedaba ahí nomás. Todavía la miraba con ojos de enamorado, tratando de olvidarme mecánicamente de todo su prontuario para hacer borrón y cuenta nueva y empezar a escribir una historia juntos. Pero cuando ella llegó, no hizo otra cosa que repetirme mil veces la palabra “Perdón”. Me dijo que se había equivocado, que lo había pensado mucho y que se había dado cuenta que, en realidad, sentía por mí cosas que no sentía por nadie más, pero que no era “eso” que se necesita para querer estar con alguien para toda la vida.

La verdad es que, en ese momento, yo sentí la ilusión de mi vida volverse pena. Porque es muy extraño, pero a veces que uno prefiere vivir una fantasía agradable que una realidad dolorosa. “¿Al menos podemos seguir siendo amigos?”, me preguntó, y a mí se me vinieron encima todos esos momentos que habíamos compartido cuando éramos chicos, esas alegrías que nos habían hecho sonreír al unísono, los códigos que habíamos inventado sólo para nosotros dos. Y supe que eso ya era parte de un pasado, un pasado hermoso, es verdad, pero un pasado que ya no volvería a ser presente nunca más, porque acababa de enterarme que aquello que mantenía viva mis esperanzas, simplemente no existía y aquello que existía… ya no me alcanzaba.

“No, no podemos seguir siendo amigos. Perdón”, le contesté con sincero dolor y la abracé por última vez como siempre, la abracé por última vez como antes.