Hombre orquesta: Gustavo Santaolalla

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Quiso ser músico y creó cuatro bandas. Soñó con ser productor y fundó un sello discográfico con reglas propias. Descubrió y exportó talentos latinos almundo, con más de 100 discos lanzados, más de 10 millones de copias vendidas,y un reconocimiento reflejado en 16 Grammys.

Su nombre comenzó a sonar en las productoras más prestigiosas de Hollywood, y, casi sin buscarlo, terminó musicalizando películas de aclamados directores como el taiwanés Ang Lee, el brasileño Walter Salles y el mexicano Alejandro González Iñárritu. ¿El resultado? Más galardones: dos Oscar consecutivos, un Globo de Oro y tres premios de la Academia Británica de Cine y Televisión, entre otras estatuillas.

Extraído de la revista WOBI Vol18N2

Sus honorarios por componer la banda sonora de un film ascienden actualmente a US$ 450.000.

Hijo único —y prodigio— de una familia de clase media de los suburbios de Buenos Aires, Argentina, Santaolalla a los cinco años dirigía la orquesta del colegio, y a esa edad compuso su primera canción: una chacarera para el párroco de la iglesia. Una década más tarde cobraría sus primeros honorarios. “Me pagaron por hacer la banda de sonido de un cortometraje —recuerda—, dirigido por un padre de la escuela que era muy aficionado al cine.” Al año siguiente firmó su primer contrato discográfico. “Tenía 16 años y todavía cursaba el secundario —aclara—, pero ahí empecé a tocar y a ganar dinero en serio.” Atrás había quedado la senda religiosa. “De niño sentía la vocación del sacerdocio”, confiesa. “Pero a los 11 años tuve una crisis espiritual. No comulgaba con algunos preceptos de la iglesia. Para entonces ya estaba componiendo más seguido. Después escuché a The Beatles, y mi vida se revolucionó. Ya no tuve dudas. Supe que lo que deseaba hacer era dedicarme a la música, tocar en una banda, viajar, salir al mundo.”

Actualmente, Santaolalla está terminando un musical, para desembarcar este año en Broadway.

¿Cuál fue su primera banda?

Se llamaba Arco Iris. La formé a los 16 años, pero en realidad venía creándola desde los 12. A los 13 años hice mi primer demo, el segundo a los 14 y el tercero a los 15.

Su madre dice que ese grupo le absorbió la vida…

Siempre tuve un alto grado de obsesión por todo lo que hacía. Es cierto que toda mi existencia, por aquella época, se centraba en Arco Iris. La obsesión puede resultar contraproducente en algún punto.

Lo mismo me ocurrió después, en los Estados Unidos, con mi segunda banda, Wet Picnic. Me dedicaba las 24 horas del día a pensar, componer, ensayar. Más tarde, León Gieco me propuso producir de “Ushuaia a La Quiaca”, y recorrimos toda la Argentina en un año y medio. Hicimos 40 eventos musicales en esos 18 meses. Ese viaje me transformó. Conocí a cientos de artistas y de músicos que no les interesaba grabar discos, ni salir en televisión. Hacían música porque era una necesidad vital. Comprendí que debía poner mi talento al servicio de otra gente.

¿Fue entonces cuando comenzó su carrera como productor?

Exacto, pero yo no quería ser un productor como los de esa época. En aquel tiempo, el rol de productor se restringía a financiar un proyecto o hacer de intermediario con la discográfica. Cuando te contrataban para hacer la producción musical, te pagaban un honorario, pero no te daban regalías ni créditos; en ningún lugar decía “producido por…”. Eso a mí no me dejaba conforme. Yo quería ser como George Martin, el mítico productor de The Beatles. Siento que con mi socio, Aníbal Kepel, ayudamos a reescribir las reglas de la industria: fuimos los primeros que tuvimos créditos de productor y empezamos a cobrar regalías a partir del éxito de nuestros discos.

¿Qué criterio utiliza para elegir grupos y descubrir talentos?

Siempre busqué bandas con personalidad, idiosincrasia e identidad. Café Tacuba, por ejemplo, tenía todos esos condimentos. Los descubrí en una Feria del Libro del Chopo, en México D.F. Aunque los instrumentos no sonaban bien, estaba convencido de que había un talento único.

Nadie quería firmarlos, pero luego de un año y medio conseguí que un sello discográfico les diera un contrato. Su primer disco fue un exitazo; vendió 500.000 copias.

Otro hallazgo en México fue Maldita Vecindad, una banda alternativa cuyas ventas de discos pasaron de 20.000 a 1 millón. Empezamos a diseñar un mapa de música alternativa latinoamericana. Grabamos el disco “Corazones”, del trío chileno Los Prisioneros.

Hicimos “La Era de la Boludez”, de Divididos, que es uno de los discos antológicos no sólo de Divididos, sino del rock argentino. Produjimos entre otros a Fobia y Julieta Venegas en México.

Surgieron entonces varias propuestas de discográficas multinacionales para crear un sello, y en 1997 nació Surco, un joint-venture con Universal. Con la primera banda de Surco, el grupo mexicano Molotov, vendimos casi 3 millones de discos en Latinoamérica, los Estados Unidos, Europa y Japón. Fue un gran comienzo para nuestro sello. También tuvimos muchos artistas que fueron muy grandes localmente, como Bersuit Vergarabat o Árbol en la Argentina, y La Vela Puerca en Uruguay, todos con discos de Platino, y firmamos a Juanes, un artista colombiano que se hizo gigante. En Surco salieron, además, los primeros discos de Bajofondo, una agrupación de tango electrónico que comparto con otros músicos argentinos y uruguayos.

¿Cómo es el proceso creativo para componer la música de una película?

Yo no sé leer ni escribir música, así que no puedo pasarles partituras a otros músicos. Entonces, en las bandas de sonido, estoy obligado a tocar la mayoría de los instrumentos. Yo sólo sé tocar la guitarra y el ronroco, pero me encanta el desafío de probar instrumentos nuevos. Generalmente, esto funciona cuando la propuesta puede ser minimalista, con pocas notas y muchos silencios. Un ejemplo claro es Babel. Para esa película buscaba un instrumento que funcionara como hilo conductor, dado que la historia transcurre en varios países y regiones.  No quería que la música terminara siendo como la de un documental de National Geographic. Quería que fuera un sonido del mundo, pero no necesariamente de un lugar.

Después de meses de investigar, encontré el instrumento que tenía todos los condimentos: el oud, un antepasado árabe del laúd y, por ende, de la guitarra. Sus cuerdas tienen una impronta del mundo árabe, pero también un parentesco con la guitarra mexicana, y a su vez con el coto, que es de origen japonés. Paradójicamente, gané un Oscar con un instrumento que no sé tocar.

Luego de todo lo que ha hecho y logrado en su vida, ¿le queda algún sueño por cumplir?

¡Uf, sí, me quedan muchos, muchísimos! Algunos estoy en proceso de cumplirlos.

Uno era hacer un espectáculo de danza. A mí me gusta mucho la danza, y el año que viene estaremos montando un show que vengo desarrollando desde hace cuatro años, que se llama “Arrabal”, basado en la música de Bajofondo. Ése es un sueño que va en camino.

Otro sueño era escribir un musical. Siempre fui consciente de que hay que tener un buen libro para hacerlo, y hoy tenemos el El Laberinto del Fauno, obra que estamos llevando a Broadway junto con Paul Williams y el novelista y director Guillermo del Toro.

En cine ya he producido algo, con Café de los Maestros. Escribí parte de esa película. Me gustaría escribir una película completa, e inclusive dirigir y actuar. Por otra parte, estoy desarrollando un proyecto de artes visuales con un amigo. Ah, y me gustaría hacer radio; eso es algo que me encantaría.

¿Qué aconsejaría a un artista joven?

Me enfocaría en tres cualidades fundamentales. Ante todo, disciplina. El famoso 80 por ciento de transpiración y 20 por ciento de inspiración. Lo segundo es encontrar tu identidad, y la tercera es mantenerte fiel a tu visión.

Siempre se presentan propuestas que te alejan de tu camino. En particular, en dos instancias: cuando no eres conocido y necesitas vivir, y cuando ya alcanzaste un nivel de reconocimiento y aparecen ofertas millonarias que no tienen que ver con tu identidad. En las dos situaciones hay que tener la integridad de saber decir que no.

Por Carolina Suárez, periodista de WOBI