Había tres elementos fetiches masticables, degustables, semi comestibles, en los años en que viví en Cuba, que indicaban cierta nostalgia en favor de tiempos pretéritos, y sobre los cuales existía toda una suerte fabulaciones que los dotaban de características inexistentes, aportadas por el primitivo sentido de la melancolía, la tergiversación de la memoria recaía sobre esos tres productos en sí, pero aún más amenazantes eran por aquello que representaban.
Uno de ellos era el jamón. El pernil de puerco, ya ahumado, medianamente curado o cocido. En el imaginario colectivo de cualquier cubano de a pie, se encontraba liderando las placenteras fantasías más variadas, ligadas antes a la erótica del poder que a las ansias gustativas. Mientras que representaba un tangible elemento diferencial, en posesión de las novísimas clases dominantes, las sustitutas de las relacionadas con la propiedad de los medios de producción, las compuestas de las elites de las diferentes organizaciones de control, que articuladas conformaban el poder en la isla.
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