Por: Martín Guevara
Había tres elementos fetiches masticables, degustables, semi comestibles, en los años en que viví en Cuba, que indicaban cierta nostalgia en favor de tiempos pretéritos, y sobre los cuales existía toda una suerte fabulaciones que los dotaban de características inexistentes, aportadas por el primitivo sentido de la melancolía, la tergiversación de la memoria recaía sobre esos tres productos en sí, pero aún más amenazantes eran por aquello que representaban.
Uno de ellos era el jamón. El pernil de puerco, ya ahumado, medianamente curado o cocido. En el imaginario colectivo de cualquier cubano de a pie, se encontraba liderando las placenteras fantasías más variadas, ligadas antes a la erótica del poder que a las ansias gustativas. Mientras que representaba un tangible elemento diferencial, en posesión de las novísimas clases dominantes, las sustitutas de las relacionadas con la propiedad de los medios de producción, las compuestas de las elites de las diferentes organizaciones de control, que articuladas conformaban el poder en la isla.
Y es que el jamón, había desaparecido de las tiendas, toda vez que estas desaparecieron con anterioridad, no sin haber dejado su sello distintivo en la sociedad, más por su carencia que por su significado tradicional. Nunca dejó de producirse, pasó a hacerse de modo controlado por el Estado, como absolutamente todo lo que se producía en la isla por una suerte de disparatada interpretación de los manuales de Marx, entonces su distribución se destinó a abastecer comedores de los altos cargos de los ministerios , casas de visitas, alacenas de altos mandos del Partido, militares y más tarde en hoteles y tiendas para uso exclusivo de extranjeros, cuando surgió la idea de dudoso carácter socialista, de que todo producto que atesorase cierta calidad debería ser destinado al consumo de ciudadanos que como condición innegociable, acreditasen no haber nacido en Cuba. El novedoso experimento caribeño, había erradicado al dinero como medio para establecer las pautas de clases, y lo había reemplazado por divisas menos tangibles como: méritos morales, éticos, revolucionarios, una especie de retorno al medioevo inquisitorial, de ahí que las insalvables diferencias entre castas sociales, no tuviesen su reflejo en la posesión de bienes y propiedades, y era entonces cuando el jamón entraba en juego a manera de blasón o título nobiliario.
Así es que en la jerga popular todo aquello que despuntase en materia de placentero, de gozoso o de confortable era denominado “jamón” en honor al noble fiambre.
El segundo de los elementos fetiches que más recuerdo era el chicle. Esa goma de mascar que se podía adquirir en cualquier kiosco de cualquier país no comunista por unas monedas. El chicle, esa goma que al poco de empezar a masticarla pierde su dulzor y concentra todo su atractivo en la repetición del mordisco y el bailoteo de la lengua, también del mismo modo que el jamón traía reminiscencias de tiempos de acceso del vulgo a cualquier grado de variedad en los productos, y de igual manera podía resultar particularmente subversiva su utilización en un chiste o en una inocente manifestación de deseo. Pero contaba con una distinción. Solo era poseído por aquellos que viajaban o que tenían familiares que visitaban el perturbador campo capitalista. Y aunque existían unos particulares émulos de la traviesa golosina fabricada en algún país del área socialista como Hungría o Yugoslavia, estos eran de una dureza tal que hacía inútil cualquier esfuerzo por su disfrute, aparte de que su envoltorio era de una estética tan revolucionariamente asceta, que pavonearse con ello, no solo no representaba ventaja alguna sino que restaba una ristra de puntos al portador. Su nombre popular era: chicles rusos.
Los niños solían colectar el caimito, un fruto redondo de color violeta, sabor amargo y mezquino en pulpa, pero que al masticarlos en grandes cantidades desprendían una leche blanquecina que al rato de darle vueltas con la lengua se transformaba en algo parecido a la idea de un chicle, y desde luego nada desmerecedor frente a su modalidad rusa. En ocasiones se le agregaba pasta de dientes de la única marca del mercado: Perla, para darle el característico sabor a menta durante las tres primeras dentelladas.
Los que tenían acceso a los chicles de verdad, los masticaban durante días, en las noches los guardaban en sus envoltorios originales, y a la mañana siguiente los empapaban en azúcar antes de volver a hincarles el diente. Años más tarde mi padre me contó como en las diferentes cárceles argentinas en que pasó sus prolongadas vacaciones, los presos hacían todo tipo de trucos para reutilizar la yerba mate hasta el hartazgo, aquello me recordaba el chicle de los cubanos.
La manifestación del deseo de mascar goma saborizada comprendía un agravante sobre el deseo de comer jamón, al ser un producto relacionado con el imperialismo yanqui, era sensible de ser utilizado para la acusación de padecer diversionismo ideológico.
El tercer elemento era la manzana. Aún en la sensación de distancia que establece el paso del tiempo, a menudo cuando voy a hincar el diente en una manzana de cualquier clase, tamaño o color, acude a mi mente antes que cualquier otra identificación con el fruto, más que su sabor, que su fama de elixir de la salud, que su marcado simbolismo bíblico, su magnitud en significados y significantes que presentaba en la isla de las añoranzas.
La manzana, como las dos fuentes de la imaginería popular anteriores, simbolizaba lo dificultosamente alcanzable por la gente común, pero con dos añadidos a la pierna porcina y al entretenido pegamento mandibular, uno era que su mención, asombrosamente carecía de riesgo de sospechas por ningún órgano delator, y la segunda estrechamente ligada a la primera, es que era la representación de lo más puro de la añoranza, desprovista de toda segunda lectura, de cualquier mensaje entre líneas. La manzana era recordada de una manera inocente, pura, más como el paraíso perdido que como una fruta, como la infancia donde reinaba la alegría, la despreocupación, estaba relacionada con los colores vivos, con la Navidad, con las modas llegadas de ultramar.
Aún concurre una tercera particularidad, la manzana no estaba al alcance de ninguna clase social, de ninguna tienda de extranjeros, de la familia de ningún ejecutivo viajero, sencillamente la última manzana se había comido en Cuba, un par de años después de triunfada la Revolución. Solo volvió a haber un reducido cargamento a finales de los años sesenta, una licencia a modo del verso perdido, del que todos aseguraban haber engullido al menos un ejemplar.
La gente hablaba de la manzana sin acritud, con ternura, declaraban y fabulaban que la habían probado en su juventud o niñez, tanto los que acreditaban edad para ello como aquellos a los que les era cronológicamente imposible.
Curiosamente aún cuando la mención del deseo de comer manzanas, podría resultar mucho más subversiva, ya que hacía inequívoca referencia a un viaje a la época pre revolucionaria, era sensiblemente la manifestación de nostalgia que con mayor libertad se podía mencionar.
Quizás fuese debido a su halo de fruto saludable, o por lo inmensamente compartido del carácter pecaminoso que había en su añoranza, o quizás porque al declarar haberla probado y recordar su sabor
dulce y exquisito, dicha peripecia y temeridad cronológica, procediese del mismo sustrato que se precisaba para creer en que de aquel despropósito de sociedad, se estaba construyendo el sueño que tuvo lugar en aquel lejano lapsus revolucionario post y pre dictatorial, el del inicio y el final, representado en la ilusión de un hombre nuevo, de un mundo mejorado.
Luego supe que con el arribo del Papa de Fidel, llegaron también las manzanas, pero a un precio demasiado elevado. Hoy, en los días del Papa de Raúl, junto a las nuevas disposiciones y leyes que reniegan de medio siglo de estricto control estatal, alejándose de la omnipresencia de las instituciones en las cotidianas transacciones comerciales, han vuelto las manzanas importadas del área capitalista a las calles de La Habana al alcance de casi todos los bolsillos, paradójica o consecuentemente, antes que la pierna de jamón, que el paquete de chicles y que el hombre nuevo.