Durante el tiempo en que me sentí arrancado de mi barrio en Buenos Aires a los diez años para acompañar en el exilio a mi familia, llevé conmigo algunos objetos fetiches de esos que terminan por constituir una suerte de seña de identidad, representantes de mi edad de entonces, de mi cultura, el barrio, los amigos y esa felicidad prometida que siempre estaba por llegar.
Estuvimos medio mes visitando Chile y Perú, en tren de camarotes y avión, así que imagino que mis padres habrían armado los petates intentando llevar lo imprescindible para ellos, mientras que a mi me habrían permitido llevar revistas, entonces llevé algunos números de Billiken de mi colección, algunas de Patoruzú, Batman, Tarzán, también los libros de Salgari de Editorial Bruguera que mis primos me habían llevado de España, unos autitos, las figuritas que estaban de moda, un banderín de Independiente, un afiche de Bochini y Bertoni muy jóvenes, y fuera del equipaje el acento porteño la predilección por las pastas, las milanesas, los pebetes de salame y queso y algunos emparedados más.
Había empezado a escuchar el estruendo ritmico moderno que se hacía entonces y me llevé en la maleta una cinta grabada de esa música Beat, que había utilizado mi hermano en un baile en la escuela. El objeto en el petate, y el bichito de esa música lo llevé dentro de la cabeza, entre el que probablemente sea el peor oído y el que posiblemente sea el cerebro más necesitado de nutrientes musicales que yo conozca. Continuar leyendo