Por: Martín Guevara
Durante el tiempo en que me sentí arrancado de mi barrio en Buenos Aires a los diez años para acompañar en el exilio a mi familia, llevé conmigo algunos objetos fetiches de esos que terminan por constituir una suerte de seña de identidad, representantes de mi edad de entonces, de mi cultura, el barrio, los amigos y esa felicidad prometida que siempre estaba por llegar.
Estuvimos medio mes visitando Chile y Perú, en tren de camarotes y avión, así que imagino que mis padres habrían armado los petates intentando llevar lo imprescindible para ellos, mientras que a mi me habrían permitido llevar revistas, entonces llevé algunos números de Billiken de mi colección, algunas de Patoruzú, Batman, Tarzán, también los libros de Salgari de Editorial Bruguera que mis primos me habían llevado de España, unos autitos, las figuritas que estaban de moda, un banderín de Independiente, un afiche de Bochini y Bertoni muy jóvenes, y fuera del equipaje el acento porteño la predilección por las pastas, las milanesas, los pebetes de salame y queso y algunos emparedados más.
Había empezado a escuchar el estruendo ritmico moderno que se hacía entonces y me llevé en la maleta una cinta grabada de esa música Beat, que había utilizado mi hermano en un baile en la escuela. El objeto en el petate, y el bichito de esa música lo llevé dentro de la cabeza, entre el que probablemente sea el peor oído y el que posiblemente sea el cerebro más necesitado de nutrientes musicales que yo conozca.
Durante años esa música me acompañó entre subrepticia y explícitamente, la voz de Pappo cantando “Adonde está la libertad” con ese ligero toque subversivo que yo le encontraba, frente a todas las formas de intolerancia “ el otro día me quisieron matar/ ametralladoras ratatata/ Yo sólo quiero escapar/de toda esta locura intelectual” porque en aquellos tiempos los de pelo largo, ropa apretada y algún que otro porro eran igual de despectiva o brutalmente tratados por todos los extremos ideológicos que tenían ambición de poder o que lo ostentaban de algún modo. Eran melenudos, maricones y drogadictos que querían libertinaje sin compromiso social para unos, y para los otros eran lo mismo pero sin compromiso con la familia y la religión y en cualquier caso, eran estigmatizados por su escasa propensión al orden y al trabajo. También cuando escuchaba “El hombre suburbano” , una canción de carácter fuerte, con la entonación de un cantante rudo que sin embargo invitaba a no emprenderla a trompadas ante el primer contratiempo “ un hombre sin historia/ sin tiempo y sin memoria/ puede reaccionar así”.
“Sucio y desprolijo” la sentía como un himno porque dotaba de discurso a la actitud que necesitaba presentar como muestra de desacuerdo con mi entorno. “Sándwiches de miga” era el canto a la nostalgia sin metáforas, de una manera literal, extrañaba morder cualquier cosa que lograse contagiar entusiasmo a las papilas gustativas, no que estuviese únicamente destinadas a alimentar, entonces estaban allí en primera fila, los sandwiches de miga de jamón y palmitos y también los de ananá.
Pero si había una canción en aquellos casetes, que llevé tan cerca que casi la portaba dentro mío durante ese período de la adolescencia, en que uno no evita coquetear con la idea del abandono de la batalla por lo insistentemente fútil que se presenta a menudo la existencia, esa era “Desconfío de la vida”, ese blues tan primario, poco sofisticado y elemental, que sin embargo permite las mayores virguerías del género en guitarra y piano. Pappo me habitaba cuando yo me veía invitado a ser el poeta solitario de la ciudad noctámbula, pateando rejas perfectamente entramadas en vez de botellas vacías en un callejón.
Charly también se subió a mi tren, pero no aparecía exclusivamente como Pappo cuando yo me “sentía” sólo independientemente de mi voluntad, era más festivo, estaba más relacionado con el lado luminoso de la vida, me acompañaba menos en el lamento y más en la levedad, menos complicado pero más refinado. Nunca me llegaron las canciones tristes de Sui Géneris, sin embargo con ninguna letra me divertí más que con las de sus temas alegres.
Los banderines y posters, los autitos, las revistas y hasta mi acento, paulatinamente los fui perdiendo por el camino, lo único que conservé hasta que volví a poner los pies en la ciudad de Buenos Aires unos cuantos años más tarde con el tamaño de un hombre y el sueño aún vivo de un niño viejo, fueron mis dos casetes de rock nacional. Uno de Pappo’s Blues y el otro de Sui Generis.
Hoy cuando vi este vídeo y empecé a escuchar los acordes del piano y la guitarra no pude ni quise evitar verle la expresión en el rostro a aquel viejo niño que a veces me persigue, que a veces me espera a la vuelta de la esquina, que veces me pide una pequeña ayuda pero que casi siempre está ahí para socorrerme, no pude ni quise evitar limpiarle una lágrima con un beso, y darle un pequeño empujón para que se fuese por el camino de la libertad de una vez por todas
Gracias queridos Carpo y Charly.