Desde la estación de Guaguas hasta la calle central y las callejuelas que atravesaban la pintoresca ciudad de Puerto Padre, era un sitio de otro mundo y de otra época. Me había llevado allí mi amigo Peter, que en realidad se llamaba Pedro Miguel, pero lo prefería en inglés porque era un pepillo indomable y decía que tenía que haber nacido “Yuma”. La casa de dos plantas de su abuelo, con porche delantero flanqueado por columnas gruesas, daba un aspecto fresco y diferente del hacinamiento de las capitales, como la mayoría de las construcciones de aquel lugar tan variado de estilos dentro de la austeridad. La hermana de Peter tenía una amiga del alma en el pueblo. No había nada como contar con amigos que tuviesen hermanas con tan buenas amigas.
En los años que había pasado en la isla hasta entonces no había estado aún en ningún sitio en el que me sintiese tan integrado como me sentí en Puerto Padre. Allí era el forastero como en La Habana, pero no el extranjero, sino el amigo de Peter de La Habana, lo de argentino era totalmente secundario e imprescindible, excepto para los viejos, que revelaban sus nostalgias de tiempos mejores con una sinceridad que llamaba a asombro. Continuar leyendo