Por: Martín Guevara
Desde la estación de Guaguas hasta la calle central y las callejuelas que atravesaban la pintoresca ciudad de Puerto Padre, era un sitio de otro mundo y de otra época. Me había llevado allí mi amigo Peter, que en realidad se llamaba Pedro Miguel, pero lo prefería en inglés porque era un pepillo indomable y decía que tenía que haber nacido “Yuma”. La casa de dos plantas de su abuelo, con porche delantero flanqueado por columnas gruesas, daba un aspecto fresco y diferente del hacinamiento de las capitales, como la mayoría de las construcciones de aquel lugar tan variado de estilos dentro de la austeridad. La hermana de Peter tenía una amiga del alma en el pueblo. No había nada como contar con amigos que tuviesen hermanas con tan buenas amigas.
En los años que había pasado en la isla hasta entonces no había estado aún en ningún sitio en el que me sintiese tan integrado como me sentí en Puerto Padre. Allí era el forastero como en La Habana, pero no el extranjero, sino el amigo de Peter de La Habana, lo de argentino era totalmente secundario e imprescindible, excepto para los viejos, que revelaban sus nostalgias de tiempos mejores con una sinceridad que llamaba a asombro.
En esos días en su pueblo, donde todo parecía contener una porción más o menos nutrida de magia, Peter me hizo partícipe de algo más profundo y complejo que la simple amistad, me abrió la caja de los secretos familiares.
Según él, aquel sitio era conocido por sus fantasmas y acontecimientos sobrenaturales o de difícil explicación lógica. Una tarde, mientras regresábamos de la playa en la que habíamos estado tomando cervezas, jugando al voleibol y haciendo chistes, vi como todo el camino de retorno, estaba flanqueado por una especie de espejo, compuesto al parecer de aguas totalmente plateadas. Estábamos en la parte trasera de un camión que trasladaba los equipos de música, y Peter y sus amigos me señalaban el horizonte diciéndome: -”¿ves? A esta hora todo es un espejo”.
El primer día Peter me dijo, al pasar junto a una elegante casa de madera de dos plantas, que allí habitaba un fantasma, una de las víctimas que había sido asesinado en esa casa, por un amante demasiado impaciente, no estaba dispuesto a abandonar esta dimensión. Al menos no del todo, y para atestiguarlo de vez en cuando se aparecía en medio de la calle con el aspecto que tenía el día de su muerte. Pensé que no debía responder con una carcajada a tanta condescendencia que estaban manifestando conmigo y me mostré educado asintiendo, solo le acoté a mi amigo cuando estuvimos a solas: -”Peter tú sabes que yo no creo en esas cosas”.
Cuando faltaba un día para regresar a La Habana, fuimos los cuatro a una fiesta que se daba en el malecón. Bailamos, bebimos cervezas, y conseguí hacerme con la compañía de la amiga de la hermana de Peter, luego de unos besos en la playa, nos avisaron a gritos que la camioneta en que habíamos ido, regresaba a casa, y nos apresuramos a subir. Antes de arrancar el motor vimos a dos vecinos de mediana edad, uno flaco y alto y el otro grueso y más bajo, que se enzarzaron en una discusión típica de fin de fiesta y alcohol, pero el gordo, que llevaba la voz cantante en los insultos, no estaba dispuesto a irse a dormir sin poner un poco de pimienta en aquel guiso, y le dio una sonora bofetada al otro, luego se abalanzó sobre el flaco cubriéndolo de patadas y piñazos. El flaco se alejó unos metros y cuando parecía que la discusión estaba acabada, regresó con un trozo de hierro en la mano, el gordo intentó esquivarlo pero la agilidad que mostró el flaco resultó definitiva y le clavó el afilado estilete varias veces en el estómago. La multitud se abalanzó para separar a los rivales, pero ya llegaban un poco tarde, unos cuantos se llevaron al gordo al hospital y otros desaparecieron con el flaco por un callejón. La policía apareció cuando sólo quedábamos Peter, unos amigos suyos del equipo de música, su hermana, la amiga y yo, y nos preguntaron acerca de lo que habíamos visto. Yo todavía estaba impresionado y preferí no comentar la jugada. Nos dijeron que nos fuésemos y en el trayecto a casa todos viajamos en silencio. Luego de llegar a casa del abuelo de Peter, comí algo y aunque era tarde en la noche, salí a contaminar el aire de la calle con algunos cigarrillos de tabaco fuerte.
Entonces vi, bajo la farola que estaba en frente a la casa de madera de los ahorcados, a un hombre alto, flaco, con guayabera clara y sombrero, que parecía estar observandome, aunque yo no alcancé a ver sus ojos por la distancia, le dije: -”Hola, buenas noches” – esbozó una leve sonrisa, dio media vuelta y se metió en la casa, sin hacer el menor ruido.
Al día siguiente, antes de partir, nos dijeron que el gordo permanecía en el Hospital en observación, y que se habían llevado preso al que le propinó las puñaladas, quien juraba por todos sus muertos que no se acordaba de nada de lo que era acusado, y que nunca había usado un cuchillo contra alguien. La gente que lo había visto usar el acero, sin embargo coincidían que aquel hombre hasta aquel momento había sido un ser muy pacífico, al que le gustaba el ron, la música y las mujeres, pero no las broncas.
Al despedirnos, el abuelo de Peter me dio un fuerte abrazo, me recordó lo que me había dicho varias veces durante esos días, que yo era un buen chico, igual que mi tío, pero que Fidel era un mal hombre, que había destruido al país, y también a mi tío. Yo no estaba preparado para oír esas cosas, pero me llamó la atención con la seguridad que lo decía.
Le comenté que la noche anterior, había salido a tomar el fresco después de ver semejante pelea, y le confesé que estaba perturbado por la imagen de ese elegante hombre entrando a la casa de los ahorcados, entonces me dijo que el gordo de la bronca, era hermano del que había causado la tragedia en aquella casa.
Puerto Padre resultó enigmático ante mis ojos, como lo presentaban sus voceros más enamorados, ya por el camino plateado hacia el mar, por el fantasma satisfecho, o por la tranquilidad y escasa prudencia con que se hablaba de los pésimos tiempos que nos tocaba vivir en comparación con los de antes.
Como decían los amigos del abuelo de Peter: los tiempos en que se podían comprar en la tienda ocho tipos de arroz diferentes, todos sin piedras ni gorgojos.
El tiempo de los buenos.