Fui al cuarto de baño, que se encontraba en la misma planta, estaba austero pero limpio, regresé a la habitación, le dije a Joao que bajaría y en dos horas estaría allí nuevamente y me fui a la calle a ver que tenía preparado la ciudad de Santos para seducir a un entumecido paladar citadino.
El pasillo del “Hotel” era luminoso, de suelos de mármol y marcos de caoba, revelaba un pasado de mayor resplandor. Había cierta decencia soterrada, en el esfuerzo que parecía hacer ese otrora conjunto de espacios ordenados armónicamente, para intentar dar fe de su rancia aunque muy avejentada prosapia.
Cuando bajé ya se había hecho de noche.
El Hotel estaba en una calle perpendicular a la avenida que pasaba frente a los muelles de carga.
Al lado del viejo portón de entrada del Hotel, de madera oscura y compacta, hacia la esquina del muelle, había un bar desde el cual procedía el sonido en alto volumen, típico de las discusiones de gente bastante macerada ya por la ingesta de espirituosos, sonando todas a la vez, formando un coro reconocible en cualquier ciudad del mundo, acariciando sus respectivas soledades más allá de lo gregarias de sus idiosincrasias. Continuar leyendo