Por: Martín Guevara
Fui al cuarto de baño, que se encontraba en la misma planta, estaba austero pero limpio, regresé a la habitación, le dije a Joao que bajaría y en dos horas estaría allí nuevamente y me fui a la calle a ver que tenía preparado la ciudad de Santos para seducir a un entumecido paladar citadino.
El pasillo del “Hotel” era luminoso, de suelos de mármol y marcos de caoba, revelaba un pasado de mayor resplandor. Había cierta decencia soterrada, en el esfuerzo que parecía hacer ese otrora conjunto de espacios ordenados armónicamente, para intentar dar fe de su rancia aunque muy avejentada prosapia.
Cuando bajé ya se había hecho de noche.
El Hotel estaba en una calle perpendicular a la avenida que pasaba frente a los muelles de carga.
Al lado del viejo portón de entrada del Hotel, de madera oscura y compacta, hacia la esquina del muelle, había un bar desde el cual procedía el sonido en alto volumen, típico de las discusiones de gente bastante macerada ya por la ingesta de espirituosos, sonando todas a la vez, formando un coro reconocible en cualquier ciudad del mundo, acariciando sus respectivas soledades más allá de lo gregarias de sus idiosincrasias.
Me asomé a la puerta iluminada y de donde además del bullicio y del vahído de cachaza salía de una victrola una música alegre. Percibí el olor a algún tipo de fritura y me adentré en el local. “Los cuatro dientes que me quedan darán guerra”-pensaba.
La música lejos de parecer atemperar los ánimos de las conversaciones las azuzaba, parecía exhortarlas a llegar a las más altas cotas de volumen.
Excepto por la variedad en los productos, me recordaba a los bares cubanos, por lo animado de la charla y por el fenotipo de los parroquianos y sus ademanes.
Una vez acodado a la barra, pedí dos muslos de pollo y una coxinha, que es una especie de croqueta que se hace también a base de pollo, y que recién cocinada en un sitio menos grasiento que aquel, puede resultar incluso más que aceptable a un buen paladar.
Los acompañé con una coca cola fría. Debía ser el único tipo en ese bar y a varios metros a la redonda, que no estaba bebiendo cerveza o cachaza. Una semana antes me había propuesto no ingerir alcohol, al menos hasta que tuviese un alojamiento en condiciones y un trabajo como la gente, debía andar fresco y gastando mis mejores maneras, hasta que reuniese los requisitos para poder vomitarme de nuevo los zapatos.
Había mujeres con medias negras y medio pecho al aire, arrimadas a los tipos de la barra que discutían entre sí, no participaban en las conversaciones de ellos pero sí en los sorbos a sus vasos.
El culo de la chica que acompañaba al morocho alto que estaba a mi lado, se pegó a mi cadera sin que yo lo procurase, aunque sin que me desviviese por evitarlo. La chica que contaba con una cantidad de años imposible de intuir detrás de todas aquellas manos de pintura facial, me miró de reojo y sonrió.
El moreno la apartó con la mano y me echó una mirada desafiante, yo lo observaba con el rabo del ojo mientras comencé a levantarme de la banqueta atornillada al suelo, con la coxinha en la mano y un muslo de pollo en la boca.
_ ¿Que es lo que es? Me preguntó en tono camorrero.
De inmediato y sin pensarlo, me levanté y salí de aquel antro, guardando la exigua dignidad que fuese capaz de conservar en mi huida.
Llevaba el tiempo necesario en Brasil como para saber que en cualquier sitio que se podía armar una pelea, se armaría. Y podían intervenir puños, navajas, armas de fuego o todos a la vez.
Y aunque alguna vez habría podido fantasear con ser una especie de maestro de Shaolín y darle su merecido a todos los que se habían mofado de mi mientras había lector de aquellas revistas de héroes del puño, lo cierto es que no pasaba ya de ser un recuerdo difuso de un deseo intenso, ya que ciertamente no sentía el más mínimo apego por la temeridad o el heroísmo.
Antes de salir miré a los ojos de la chica y del borracho, sonreían, parecían estar festejando mi espantada con sus interlocutores. Los dejé con sus asuntos a tratar y me fui con mis cuatro dientes sanos y el estómago sensiblemente más aliviado a dar un paseo por esa parte de la ciudad.
No había muchos sitios más recomendables que ese para recalar en aquellas horas. El Hotel se encontraba en una parte de la ciudad que no era la elegida por las familias para salir de paseo.
Comí alguna cosa más en un bar retirado de las inmediaciones del dock, donde pedir un refresco de guaraná o una coca cola se pareciese más a un acto cotidiano que a una afrenta. Luego regresé al hotel, al fin y al cabo no había dormido más que un rato, y no tenía demasiado sentido quedarme haciendo turismo por aquella barriada de clasicismo portuario.
En la entrada había dos hombres discutiendo algo, estaban alterados, pero conservaban el tono de voz bajo, cuando pasé por su lado hicieron silencio y me observaron , les di las buenas noches y me dirigí al cuarto sin más escalas.
Joao estaba profundamente dormido, era demasiado temprano para un brasilero buscavidas, observé su corte de pelo, la higiene de su ropa y tenía aspecto de llevar una vida ordenada, tanto él como yo habíamos dejado el equipaje tras las rejas de la recepción, así que podíamos confiar en nuestras respectivas corazonadas.