Vocativo

En el primer año de la universidad, en Gramática, vimos el vocativo. Es cualquier palabra que, estableciendo una segunda persona, cumple la función única de apelar a alguien. Tuvieron que pasar ocho años y un gran alejamiento mío respecto de la carrera para que me diera cuenta, muy de súbito y bajo una palmera, de que todo el lenguaje es un vocativo.

Toda palabra emitida es un gesto de interpelar al mundo. ¡Eh, mundo, estoy jugando a hablar de vos porque quiero hablar contigo! ¡Defendete! Para probar mis límites, claro, no los tuyos… Mostrame que no te llego, que no te puedo.

Quiero tener cuidado. Aprender a llamar a las cosas “por sus nombres” es aprender eso: a llamar a las cosas. Con la boca abierta o no—no es necesario. El vocativo mental también invoca. Se nos llena ya la cabeza de cosas que de alguna forma responderán al llamado de este animal mental que materializa un mundo en que todo es “vos”. Todo cobra vida, la vida de un objeto segundo en relación a mí.

Cuidado con los engendros que creamos para nuestro propio placer y conveniencia… Porque, ¿no es lo que hacemos? Dividir el mundo en partecitas para luego seducir partecitas de mundo: “ey, ven a mí, que te aprehendo…”. Faltaría que aclarásemos: “te estoy armando a mi gusto, proyectaré sobre ti lo que quiera y entonces jugaré a que te domino”.

Pero el truco es individual: sólo yo puedo ver esa vida que sólo yo inventé. Sólo yo la habito, y sólo habito la mía. Yo me estoy dominando sólo a mí. Sólo a mí me llego, a mí me puedo.

La realidad virtual es el lenguaje.

Sólo que andamos sin casco. Diciendo “verdad”, “amor”, “final”, “Dios”…

Pero lo más espeluznante es la esquizofrenia máxima de ejercer esa vivisección en segunda persona sobre nosotros mismos (nótese ya el giro ridículo). “Mi mente”, “mi alma”, “mi cuerpo”, con sus eternas subdivisiones… y el barril sin fondo: “yo”.

“Yo”, quien quiera que seas, no te dejes… ¡Defendete! Que te estoy transformando en segunda persona… Y todo está empezando a decirme, sin usar palabras, que ese juego me empobrece.

El nombre se me haga a un lado. Cuando muera—es decir, cuando ya no tenga capacidad de lenguaje—perduraré como segunda persona de otra gente. Y entonces que hagan lo que quieran.

Ahora es momento de disfrutar y no andar desdoblándose, che. Ahora suspiros, risas y aullidos. Y al fresco gigante azul, que todo hermoso, todo nuevo.

 

 

Praia do Forte, Brasil, Marzo de 2013

La naturaleza y las cosas

Revolcarme en la Tierra no me da asco. Enterrarme en la arena, chupar pasto, tocar musgo bajo el agua, apoyar la cabeza en un árbol o la mejilla contra una roca caliente, arrodillarme sobre el barro. Todo eso no me da asco, no me da impresión, no me da miedo. No lo siento “sucio”. Sé que está habitado, sé que lo comparto con seres de todo tipo, y simplemente miro antes de tocar para evitar dañar a alguien. Pero asco, no. Es la continuación de mí (y la ropa se lava). Volver a casa con palitos en el pelo y abrojos en el pantalón es como ganarme un trofeo de exploradora feliz. Triste vida urbana.

No me pasa lo mismo con las cosas. Las cosas hechas, fabricadas, me refiero. Me da más impresión un camión que una araña. Me da asco pisar descalza una ducha ajena. Cuando entro en una pileta me paro en puntitas de pie, mientras que, cuando entro en el mar, me planto en el fondo como un junco. El polvo sobre mi piso de parquet no me deja tranquila, siento que me ensucia; ¿intuiré algo artificial en ese polvo de interiores en un mundo donde, sin humanos, no existirían los interiores? ¿O es que, en este sitio, lo natural no es bienvenido? Creo que por ahí va la cosa… De pronto la Tierra es rebautizada como polvo, y el gramo de polvo no pertenece, es indeseado. La partícula palpada sobre una superficie artificial, nunca se sabe qué es, pero se sabe que no corresponde al lugar, al material. “Se sabe” es decir que la piel (mía) lo intuye, y rechaza. Me resisto a apoyar la cabeza contra la pared mientras leo—pensándolo, me doy cuenta de que la pared, como una tía abuela criticona o un médico aparatoso, se presenta como algo impoluto y me genera la nerviosa presión de no ensuciarlo con mi naturaleza, a la cual acusa de viciada. No me puedo relajar, no puedo ser yo con ella.

Ahora veo: es mutuo el rechazo con las cosas. ¡Mamá, ellas lo empezaron! Las cosas denuncian silenciosamente nuestra naturaleza, sin hacerse cargo de que son ellas el elemento que no corresponde. Las cosas son hostiles. Las cosas son útiles. Los seres (e incluyo al agua, al barro) somos inútiles. No estamos para servir, estamos para vivir.

Lo malo es que creemos que estamos para ser servidos, y una cosa no puede venir sin la otra. De ahí la infinita proliferación maniática de cosas, cosos y cositas sirviendo a mujeres, hombres y niños transformados en cosas, cosos y cositas sirviendo a la infinita producción maniática de… toda esta artificialidad hostil que mantiene la naturaleza al margen. La nuestra.

Chicos y chicas del gran reino: nosotros también somos naturaleza. Limpia, viva, perfecta, completa. Dejemos de marginarnos y empecemos a reconocer.

Me corrijo: ¡mamá, ustedes la empezaron!… Y nosotros la seguimos sin chistar. Es hora de que la terminemos. Nosotros, los que no recordamos el color del auto del vecino sino los cruces de hormigas en nuestra cuadra. Los que no entendemos cómo comportarnos frente a una pared blanca. Los que somos tratados por las cosas como salvajes niños eternos porque no somos las personas serias y civilizadas que merecerían codearse con ellas. Y tienen razón, no lo merecemos.

 

Imbassai, Brasil, Marzo de 2013

Favelas

Favelas. La palabra clave que saltó a mi mente cuando me encontré sorprendida suspendida en el aire de Sao Paulo por primera vez. Casitas y más casitas de colores, después de ver zonas de edificios como estaquitas que se me clavaban en el gusto. Me tomó medio minuto entender lo que estaba admirando; fue entonces que esa extraña contraseña de aterrizaje vino a reemplazar la hipócrita palabra que delataba la clase en que crecí: pintoresco.

Escala. Garúa fuera del aeropuerto mientras leo a Clarice Lispector hablar del hambre, de la ira de Dios, del castigo bíblico… Y, de pronto, me asalta la idea de que sigue el diluvio; el mismo de tiempos remotos, que no sé si es universal, pero en la Tierra nunca paró. Nunca bajamos del arca. Acá estamos los ejemplares elegidos, haciendo ruido en un Pizza Hut que suena como la feria de las naciones, entre naves, unos pocos realmente, en tránsito, mientras el resto sigue ahí afuera, nadando, nadando, nadando.

 

Sao Paulo, Brasil, Marzo de 2013

Estamos de viaje (crónica de un mantenerse despierta)

Hace veintinueve horas que estoy despierta. Arrastré la mesa y el ventilador afuera para escuchar a las aves y aprovechar la última luz de la tarde. ¿Me siento sola? Sí y no, para citar la curiosa respuesta recurrente de un taxista que me crucé por aquí.

Voy a empezar por el principio de este doble día que para mí todavía no terminó.

Ayer al mediodía, Buenos Aires, envuelta en un calor inusual para la época, me puso cara a cara con un amigo que me gusta. Llamémoslo Pedro. La tarde colgaba fuera del tiempo, o el tiempo, sacudido de su eje por la temperatura, se esparcía sobre nosotros como almíbar. Olíamos aire de vacaciones. Baste decir que Pedro, a quien veo siempre de traje y corbata, se había puesto bermudas. Pasamos horas caminando y charlando, tomamos sol con guitarra, hicimos compras, disfrutamos en casa de mi famoso entrevero de frutas dulces procesadas y terminamos entreverados dulcemente procesando impulsos contradictorios. Quizá por la excepcionalidad de la secuencia—aunque tampoco hay que descartar el atroz jet lag en el que escribo—tengo la sensación de que lo último, lo que no tenía precedente entre nosotros, puedo haberlo soñado. Pero no. La inesperada apertura sucedió, y enseguida destapó un sabor amargo, porque cortó el fluir que siempre tuvimos a manos de una de esas circunstancias que abundan en nuestro mundo: cupo aclarar que Pedro está en ‘pareja’ con una persona que está en pareja con otra persona. O, más bien, Pedro está en pareja con una persona que está en ‘pareja’ con otra persona. O quién sabe cuál es la nomenclatura adecuada para esa situación. La cuestión es que yo vine a ponerme en eslabón de una cadena de amores fragmentados y tironeados. Y no me gusta. No lo quiero. Es el colmo de los espejos: estar esperando entrega de parte de alguien que está esperando entrega de parte de alguien que está a medias.

Se ve que necesitaba que cayera sobre mi cabeza el último pedazo de un techo ya muy viejo… Bocarriba sobre la cama, del brazo de alguien que en realidad no está, vislumbrar de pronto el cielo alumbró el espacio que estuve ocupando. Atardecía, y pude terminar de tomar la decisión de mudarme de un lugar que ya no me sirve: el de la segunda, o de la menos, o de la que no alcanza, o de la no valorada del todo (por mí, claro está; todo esto es de mí hacia mí, más allá de los bellos personajes que vengan como invitados de honor a jugar a mi estructura). Ahora que crucé un continente, puedo verlo así, pero el instante que prepara la saturación puede engañar con una tremenda sensación de impotencia, y dolió.

Pedro se fue de casa y me quedé triste. Me quedé tonta. Mientras terminaba de hacer la valija, recordé que esa noche tenía previamente arreglada una posible visita real de un amante virtual con quien oscilo hace un tiempo. Llamémoslo Bob. Bob vive en Nueva York. Bob, of course, porque mi inconsciente es más simple de lo que parece, también tiene pareja. Tras el golpe de la tarde, me comuniqué con él para balbucear digitalmente unas palabras que patearon la reunión indefinidamente.

Vino Diego, viejo amigo, a cenar a casa. Trajo calabaza y curry y su misantropía de siempre pero exacerbada. Como suele hacer, usó quince ingredientes de los que tengo pero suelo esquivar, y comimos fajitas con mucho sésamo y más jengibre. Avanzaba la noche y Diego se despachaba sobre conceptos como la inconexión y la intrascendencia, vivencias ajenas a mí pero que, en el contexto de ayer, reverberaron contra mis heridas. Se hicieron la 1 y quedé nuevamente sola, estaqueada sobre el parquet en medio del living a media luz. La combinación de experiencias me había dejado alienada. Suspiré la idea de otro viaje sola. El barrio era todo lucecitas y yo era un fosforito entre dos ventanales, con la cabeza ya quemada, pero aún esperando ser encendida por un vínculo amoroso pleno, sin miedos, sin parcialidades, sin ambigüedades.

A las 3 y media de la mañana me pasó a buscar el remis para ir a Ezeiza. Anduvimos las calles a oscuras y sin tránsito, como en una de esas escenas de comics que destacan los faros del auto y la imprecisa silueta de la mujer mirando por la ventanilla. Cruzamos la ciudad a toda velocidad; yo fui atravesada por la sensación de estar abandonando la realidad. A eso de las 4, 5, 6, nada como la burocracia aeroportuaria para devolverme a lo mundano sin dejar de prolongar el absurdo que se iba acumulando con el insomnio obligado. Agridulce la eterna fila del check-in, esa fusión de autor anónimo entre lo trivial y lo exótico. Antes del embarque me arrastré por el free shop con el fin de comprar unos auriculares nuevos y una medialuna inflable para el cuello. En dólares todo suena barato. El avión despegó y la imagen de mi cabeza, enmarcada por la medialuna y los imponentes auriculares, era la versión posmoderna de una madonna enrulada con ojos entrecerrados. Permanecí todo el viaje en estado de duermevela. Amaneció. El avión bajó en Lima y, contra lo que esperaba, tuve que hacer trasbordo. Estaba agotada, abatida y, de pronto, pensé que hacía rato que no agradecía lo que estaba viviendo. Las últimas horas habían borrado de un plumazo esa práctica habitual en mi mente. Así que agradecí, sintiéndome una niña malcriada que se deprime camino al Caribe.

Entrando en el segundo avión, una familia me pidió que cambiara de lugar con uno de sus integrantes para que pudieran viajar juntos. Resultó que el asiento al que me destinó la movida pertenecía al sector Ejecutivo. En el enorme espacio para mis pies sólo faltaba un felpudo de bienvenida… El universo se reía conmigo y yo me reía de mí. Recordé aquella frase de Suravi: “yo me trato como una reina, entonces la vida me trata como una reina”. En este caso había sido al revés: agradecer lo que era y que la vida decidiera reconfirmar las bendiciones para que me diera cuenta de que esto es elección mía. De repente, todo era diferente. Era la otra Madonna. Miraba por la ventanilla las nubes que dejábamos abajo y sonreía como si del otro lado del vidrio hubiese un fotógrafo de la revista Gente. Surcaba ese cielo que había visto abrirse el día anterior. Comía tortellini con salsa rosa en plato de cerámica, con cubiertos reales y servilleta de tela sobre la falda. La azafata—evidentemente no informada de la movida—me decía “señorita Luna” y yo, encantada con el personaje, mirando hombres grandes jugar jueguitos de video en sus I-Pads. Mi compañero de fila me preguntó “¿es usted costarricense?” y yo, muy ajena a mí y en mi salsa rosa, respondí: “no; porteña”. Glamour con olor a avión, se llama.

Una vez en tierra, siguen tres horas de micro dormitando como un perro con la cabeza fuera de la ventana y alucinando con el aire de selva y las vistas neblinosas, con mi cara de fascinación que Pedro imita bien. Estar rodeada de gente con pieles de colores tan distintos al de la mía es como tomar un vaso de agua y respirar profundo: me refresca. Me saca de mi mundito y me encarna en el universo de hermandad que siempre tengo en el espíritu.

Sonrisas. Y Cariari. Y darle la mano a la dueña del hotel y que te salude con un “pura vida” y renacer con la humedad de las hojas y que la mayor preocupación sean los mosquitos. Y la noche tropical que ya cayó sobre la netbook. Y pensar en ducharme y en pedir comida antes de dormir. Y la consabida frase con que, valiente, despedí a Diego ayer: “creer es crear”. Si abrís los ojos y agradecés, la vida te cambia de asiento.

Uno de estos días, sentada en la arena, voy a brindar por ustedes, los que me quieren, los que me acarician y me queman y me conducen y me cocinan y juegan conmigo a lo que jugamos para sentir cada vez más que ya estamos plenos. La miseria y el lujo no dependen de las latitudes ni de los menúes ni de los amantes locos. Todos ellos son sólo excusas que usamos para aprender que no se trata de cambiar las cosas sino la mirada. Entonces las cosas cambian solas, y podemos dejar de usar y ponernos a disfrutar.

Estamos de viaje. Las sorpresas nos despegan del lugar que habitamos. A veces descansamos la cabeza sobre mullidas almohadas de hotel, blancas y limpias, y despertamos como nuevos. Otras veces la apoyamos sobre nuestro propio dióxido de carbono, envuelto en una medialuna sintética, y el despertar puede venir con turbulencias. Mañana liberaremos nuestro aire de la forma que le habíamos dado y habrá algún ser que lo transforme en oxígeno. Mañana cederemos la almohada del hotel a otro y seguiremos nuestro camino.

Estamos de viaje. Lo que nos sostiene es prestado. Entramos y salimos de su destino, entra y sale de nosotros, y cada uno cumple su propósito. Somos partes. Partimos y recorremos y nos partimos mil veces y nos volvemos a armar y nunca llegamos, afortunadamente. Nos encontramos siempre en el destino que nos corresponde.

 

Cariari, Costa Rica, Julio de 2011