No tengo ganas de caer en la clásica compilación de vivencias relacionadas con ÉL (me refiero al flaco y no a Néstor). Podría ponerme a escribir sobre los discos que tengo en un mueblecito horrible, pésimamente ubicado y contar de cómo, lo que está inmortalizado ahí, hace las veces de máquina del tiempo: directo al cuarto de cuando tenía 15 años y sonaba el disco “2” de Pescado Rabioso, con un atardecer rojo furioso de domingo, después de que Boca empatara con Colón de Santa Fe y de los, igualmente domingueros, ravioles en lo de mi abuela, etcétera… No, no voy a hacer eso. Está buenísimo, igual quiero aclarar, pero lo dejamos para otra oportunidad.
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Luis y el eterno retorno
Voy con mi novia en el auto y pienso “¿Qué más se puede decir del Flaco que no haya sido dicho? ¿Qué sentido tiene?”. Suena el disco doble de “Aznar celebra la música de Spinetta”. Me acuerdo de haber estado en ese recital y ver a Pedro sentado con su guitarra acústica, sólo en un escenario tan largo, eterno –grande como para que entre todo el campo VIP de uno de esos recitales que te cobran hasta la bocanada de aire–.
Lo escucho y lo estoy viendo: Aznar tocando “Cantata de puentes amarillos”, como sólo él, el mejor músico argentino del momento, lo puede tocar, ahí entre la multitud, sonando con una profundidad que te pone la piel de gallina. Y ahí me acuerdo del momento en que le empecé a prestar atención a Spinetta. Y le empiezo a contar a mi novia de como a los 12 o 13 años, en la casa de un amigo, escuchaba ese mismo tema e imaginaba a las muñecas sangrantes de llorar y al cielo que de a ratos llueve o deja de llover cruces, como el de esta tarde.