La “ciudad del automóvil” o la “ciudad del macho alfa”, como algunos la llaman, es decir, la ciudad pensada para el automóvil(ista) es costosa, tanto en términos materiales, como sociales y ambientales. Es una ciudad difusa y de baja densidad, con distancias largas que han de recorrerse en auto, ocupa una gran superficie del territorio por lo que necesita mucha inversión en infraestructuras (calles, plazas, luminarias, autopistas), servicios (agua, gas, electricidad) y transporte público. Su propia expansión en el territorio, así como su característica de “ciudad baja” hacen que la gente se tienda a agrupar entre los “semejantes”, generándose una segregación social visible por las características urbano-arquitectónicas de los barrios así como por la indumentaria y uso del espacio público de los vecinos. Por otra parte, el mayor uso del auto (o la moto) induce un menor uso del sistema motor humano (no se camina, no se pedalea), es decir, un estilo de vida más sedentario; mientras que contamina y favorece un mayor índice de siniestros viales (“accidentes”), con su propio costo social y económico.
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¿Tránsito y Transporte o Movilidad Urbana?
Todos los días necesitamos ingresar a la ciudad o desplazarnos en ella para trabajar, estudiar, comprar o pasear. No podemos vivir sin movernos en la ciudad, por eso es una necesidad básica y un derecho fundamental: el Artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, dice: “Toda persona tiene derecho a circular libremente y elegir su residencia en el territorio de un Estado”. La ciudad debería entonces garantizar un espacio público que permita a las personas desplazarse en forma libre, segura y eficiente, sin depender de su poder económico, aptitudes físicas ni psíquicas, edad o lugar de residencia. Las políticas de movilidad no deben entorpecer los desarrollos económico, cultural y educativo de la ciudad y de sus habitantes, ni empeorar la calidad de vida de éstos.