Los desheredados

#LíneaMaginot

Lo prometido es deuda. Este asunto de los derechos de autor. Este asunto de las herencias…
¿Alguna vez se preguntaron por qué los derechos de autor caducan 70 años después de su muerte y sus obras pasan al dominio público? ¿Alguna vez se preguntaron por qué su familia pierde esa herencia mientras que otros que heredan propiedades, empresas, cualquier cosa material, las pueden conservar irrevocablemente? Dicen los expertos que una cosa son los bienes materiales y otra muy distinta lo inmateriales. Estamos de acuerdo. Son distintos. Sin embargo, no contesta la pregunta: ¿por qué una herencia caduca y la otra no? ¿Quién dice que los derechos sobre la materialidad deben ser por los siglos de los siglos y que los derechos sobre la inmaterialidad deben caducar y pasar al dominio público? Lo dice la ley.


Sigo husmeando y me topo con un argumento práctico: los libros –o una canción o una película, digamos- son bienes no rivales, es decir: bienes que pueden ser compartidos sin que se consuman o se agoten. Perfecto. Digamos que heredé edificios y poseo cientos de departamentos que alquilo. No los vendo. Tengo una renta eterna, mis hijos, la tendrán, mis nietos también. Y si se produjese un cataclismo que derrumbara el inmueble tendrían derecho sobre el terreno. No hemos reproducido los edificios, es cierto, pero los hemos compartido sin que se consumieran ni se agotaran, como se comparten los libros en las bibliotecas públicas pero cobrando. Y si se produjera ese cataclismo, sobre ese terreno devastado puedo volver a construir un edificio así como puede volverse a editar un libro. Es más, al igual que sucede con muchas obras literarias, un terreno pudo valer poco y nada en tiempos de mi bisabuelo y valer muchísimo hoy. La diferencia es que el terreno sigue siendo mío.
Me dirán que un libro es un bien cultural. Bien. Supongamos que no tengo casa ni nada para leer. ¿A que tengo mayor derecho como ser humano? ¿A una vivienda o un libro? ¿A ambos por igual?
Para no seguir complicándonos cambiemos la perspectiva. No discutamos la materialidad y la inmaterialidad, ni la reproductibilidad, ni el derecho humano. Acordemos en que son diferencias fundamentales. Perfecto.
Entonces, la pregunta es la siguiente: ¿por qué tarde o temprano cualquiera puede hacer uso gratuito de un producto -en una sociedad capitalista un libro no es otra cosa que un producto de consumo, algo que se compra y que se vende-, creado por una persona que decidió construir una obra literaria en lugar de fundar una empresa o levantar un edificio? Hay quienes dirán que los descendientes no merecen la herencia de la obra creativa porque no tienen ningún mérito sobre lo que escribió su abuelo, su bisabuelo, su tatarabuelo. Perfecto. Entonces que se anule todo tipo de herencias ya que tampoco se tiene mérito por la fortuna material que otros hicieron.
Basta con ponerse a pensar un poco para dudar de todo. Ese el problema de las ideas impuestas por ley: son tan arbitrarias como la moda. Un día se decidió que el asunto fuera así y así se repite y así se aprende, como si se tratase de una ley natural.

¿Saben quién inventó el derecho de autor?
No, no fue un autor.
Fue el gremio de los imprenteros. Para asegurarse de que si editaban un libro y al libro le iba bien en ventas otro no pudiera copiarlo libremente.
¿Saben qué sucede cuando los derechos pasan al dominio público? Las editoriales pueden seguir haciendo negocio con la venta de los libros pero sin pagar los derechos de autor. Al respecto, Antonio Santa Ana, gerente de Literatura General de Prisa Ediciones, como siempre, me hace un comentario sensato y profesional: las editoriales pagan un 1% sobre el precio de tapa (de la tirada) que va, en la Argentina, al Fondo Nacional de Las Artes. “Es poco pero se paga”, me dice. Tiene razón, se paga. Y tiene razón, es poco comparado con el 10% del precio de tapa (de la venta) que le corresponde al autor.
En definitiva, que una obra sea de dominio público no significa que las editoriales la publiquen gratuitamente o al costo. Nones. Significa que no pagan derechos y, debido a que todas tienen acceso libre, compiten entre ellas -hoy por hoy, afortunadamente, también compiten con las ediciones gratuitas en ebook-. Para ganarle a la competencia y para hacer que el consumidor pague por algo gratuito las editoriales le ponen valor agregado: un mejor packaging o un mejor prólogo o una mejor traducción.
Hablando de traducciones… El tema de la traducción es otro asunto desquiciado. Nadie niega que traducir sea una tarea creativa y sospechamos que las malas traducciones que abundan se originan en un trabajo mal pago y a destajo. Pero, ¿ustedes saben que si hacen la traducción de una obra de dominio público cobran sus derechos porque se considera una obra nueva (técnicamente derivada)? Más claro: busco un clásico traducido en el siglo XIX, lo mejoro, registro la traducción y voilá: hay un nuevo derecho que no incluye a los descendientes del autor ni, por supuesto, al traductor original.
Ya que estamos en esto de cambiar una cosita aquí y allá… Uno de los argumentos fuertes que se sostiene en la discusión sobre la perdurabilidad de los derechos de autor es que comparados con los de las patentes de inventos, son eternos. ¿Es cierto eso? En los papeles sí, en los hechos no tanto. Es una veta similar a la de las traducciones. Un laboratorio registra una patente por 20 años. Antes de que caduque, se modifica un elemento en la composición y se renueva la patente por otros 20 años incluyendo la original. Cuando expira ese plazo se modifica otro y así… La técnica se llama evergreen (perenne). No figura como tal en la ley escrita pero existe en los hechos y, ¿qué es más importante: lo que se dice o lo que pasa?

A cuento de hechos y palabras… En estas últimas semanas tuve la suerte de haber sido finalista en el premio de Narrativa Eugenio Cambaceres organizado por la Biblioteca Nacional y la editorial Adriana Hidalgo. La novela que escribí, por lo tanto, empezó a ir y venir. Recién entonces, cuando la vi circular, caí en la cuenta de que no la había registrado así que fui hasta la Dirección Nacional del Derecho de Autor y resulta que… ¡hay dos colas! Una para registrar las obras publicadas y otra para registrar las no publicadas. El registro de la obra publicada es el que vale de por vida más 70 años luego de la muerte del autor. El de la obra no publicada vale por tres años. Si no se renueva, caduca. Me imaginé a Kafka, a John Kennedy Toole, a Stieg Larsson sacando número cada tres años para renovar su derecho de autor y luego, la nada, la muerte. Se argumentará que estos autores póstumos son la excepción, que mayormente cualquiera registra cualquier cosa, que no hay lugar, que el depósito tiene un límite físico pero en tiempos digitales ese no es un argumento muy sólido. La diferencia obvia entre una cola y la otra es la edición y, cabe suponer, el resguardo de la disponibilidad del derecho cuya explotación el autor cede a una editorial.
Pongamos a un costado a los autores inéditos porque, coincidimos, obras de arte ignoradas debe de haber una en un millón. Nuestro autor es publicado. Vende mucho en vida como es el caso de Roberto Fontanarrosa, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges. O vende mucho más después, como es el caso de Rodolfo Walsh y su magistral “Operación Masacre”. El autor fallece. Hay un heredero o hay una batalla legal por la herencia o hay lo que sea, pero indefectiblemente lo que habrá es la pérdida de esa herencia. Si el escritor ha muerto joven, a los 20, el plazo total de usufructo se acorta a 90 años, si su obra es póstuma quedan sólo los 70 años desde su muerte para que la venta de sus libros se convierta en pan para sus hijos y sus nietos. Lo sabía Bolaño y por eso, en su lecho de muerte, le dejó a su editor los cinco manuscritos de “2666”, para asegurar el futuro de sus hijos.

Recapitulando: las editoriales cobran siempre… los herederos cobran un tiempo. Claro que se puede contraargumentar: 70 años es suficiente, son pocos los autores cuya obra sobrevive un siglo.
Saco un as de espadas. Me comunico con Tabita Peralta Lugones, bisnieta de Leopoldo Lugones. Es amorosa, vive frente al mar, a cincuenta kilómetros de Barcelona, tras 24 años de residir en Francia. Como bien se sabe, su familia tiene una triste historia que se inicia con el suicidio de Leopoldo Lugones hace 75 años.
“Qué gracioso –reflexiona Tabita-. Nunca pensé en esto de los derechos. Sé que Polo Lugones fue el heredero único y dueño de prologar sus libros, y en una época mi tía Babú (Carmen Lugones) cobraba derechos de autor en la Argentina. Nosotros, quiero decir mi hermano (Carlos) y yo, una vez cobramos un poco por una edición de Alianza aquí en España. Pero nada más. Es curioso, ahora que lo pienso. Como viví en Francia muchos años sé que los herederos de Saint Exupéry son ricos, pero no es mi caso ni mucho menos. Hace unos años sí cobré, en cambio, por la venta de manuscritos de Lugones a la Biblioteca Nacional, bastante menos de lo que se dijo. Y me siguen quedando manuscritos, pero eso es todo”.
De los derechos de autor como de cualquier herencia material debe hacerse sucesión. ¿La habrá habido, no la habrá habido en el caso de los Lugones? A Tabita al menos le quedan manuscritos de poemas y hojas de escritura de su bisabuelo, ese hombre cuya literatura le enseñaban las maestras cuando era alumna y bisnieta a la vez. También le queda un tomo del diccionario de 1925 de la Academia, con 600 correcciones de puño y letra de Lugones. Nada más.
¿Por qué no replantearse quién, cómo y durante cuánto tiempo tiene derecho a cobrar por una obra? ¿Acaso no estamos en tiempos de cambios? Lo consulto con Pablo Avelluto, editor y periodista, hasta 2012 director editorial de RHM –tipo inteligente-. “Lo que sucede –me explica- es que la legislación fue pensada a partir libros impresos en serie, comercializados en librerías. Todo eso está cambiando a enorme velocidad y las legislaciones están quedando obsoletas. Los modos de comercialización también cambiaron y, por ende, los modos de retribuir económicamente a los titulares de los derechos también deberían cambiar. Esto no implica, como indican los sectores más radicalizados, que se deba abolir el copyright. Pero sí debe reformarse y adecuarse a los tiempos actuales”.
Ahora, tal como concluye Avelluto, si lo que se viene en términos de legislación es barajar y dar de nuevo, ¿no sería deseable que alguien defendiese los derechos del autor y su herencia en la puja con los intereses editoriales y de mercado? Intuyo que no serán los autores quienes lo hagan, demasiados números, demasiado individualismo y demasiada diseminación. Una obra es una máquina de producir riqueza, el tema es quién se la queda. Bien dice Alan Pauls en “Historia del dinero” (Anagrama): “…esas criaturas privilegiadas, superiores a cualquier burgués acaudalado y cualquier aristócrata, superiores sobre todo a esas pirañas que se forran con las mesas de dinero, (esas criaturas privilegiadas) que son los beneficiarios de derechos de autor y regalías, inventores e hijos de inventores, autores y descendientes de autores, herederos de iluminados que tuvieron una idea y la ejecutaron y la largaron al mundo para que fuera ella, la idea y no ellos, los iluminados, sus lágrimas, su sangre, la que se dedicara de ahí en más a producir dinero”.
Dinero, siempre se trata de dinero. ¿O no?