Un cuarto kilo de tramontana

#SoySolo

Los sábados me cuestan. Es el día de la semana en que uno aprovecha para salir y, cuando estás soltero, muchas veces pasa que tus amigos tienen algún casamiento, cumpleaños, asado con compañeros del trabajo y es ahí cuando te das cuenta que estás realmente solo. Muchos sábados a la noche me quedo encerrado en mi casa pensando que son mucho más dolorosos que los domingos, porque si un sábado a las nueve de la noche no te estás preparando para salir, quiere decir que, probablemente, aquel día sólo te acompañará tu soledad, pero los domingos… los domingos están naturalmente destinados a la depresión (si hasta a Dios le pintó el bajón). Sin embargo, como la necesidad tiene cara de hereje y perfume de mujer, desarrollé una estrategia para estos días en los que intento apagar desesperadamente las brasas que hacen arder mi corazón. Un procedimiento tan sutil que ni al mismísimo Napoleón Bonaparte se le hubiese ocurrido imaginar: me compro un cuarto kilo de helado de tramontana y me miro una peli tirado como un cerdo en la cama.

Los sábados son días en los que se viven muchas cosas únicas acompañado. Sinceramente, confieso que tuve la fortuna de haber vivido fines de semana inolvidables, con compañías encantadoras que me hacieron muy feliz y hasta con las que me entregaba a ciertos placeres mundanos. Pero cuando uno se tira como un chancho depresivo con una cuchara y un tarro de telgopor relleno de crema con galletitas de chocolate y dulce de leche repostero a ver un estreno de cine en su casa (de esos en los que ves la silueta de un tipo que se levanta para ir al baño en el clímax de la película) a veces termina viéndose envuelto en situaciones bastante curiosas y tristes.

Es difícil conquistar a una mujer muy deseada, como una estrella de cine, por ejemplo. Yo, por mi trabajo en la cocina de la televisión, tengo la oportunidad de cruzarme con muchas chicas de esas que arrancan suspiros al por mayor. Podría pecar de nabo diciendo que no todas son como se las ve en pantalla (algo de cierto hay en eso), pero es innegable que la caja boba las envuelve de cierto halo impenetrable que las hace mover con una seguridad que no todas las mujeres tienen. Por eso, el día que enamoré a esa bailarina de TV que todo el mundo amaba, me sentí tocar el cielo con las manos.

Me acuerdo que la vi por primera vez moviendo su hermoso cuerpo al lado de un conductor que lo único que tenía que hacer era sonreír a cámara y leer las cartulinas que le preparaba. El tipo no era siquiera capaz de cumplir esa simple tarea. Pero igual la culpa era mía: le sostenía los carteles torcidos porque me babeaba viéndola a ella contonear su candente figura. Su cuerpo estaba marcado y turgente por horas de ensayo, tenía una sonrisa de esas que te encandilan al verlas y una gracia al moverse que pocos artistas poseen. Yo sentía que era tan evidente su destino de estrellato que un simple productor, que es como la borra de la televisión, no tenía chances siquiera de mirarla sin sentirse a años luz de distancia. Pero como la porfía hace a nuestro oficio, fui dejándole leves señales para que ella notase que me interesaba.

Siempre era yo el que la llamaba para citarla al programa y en esas charlas le preguntaba cómo estaba, cómo se sentía, qué buscaba en un hombre (disimuladamente). Ella me cortaba y aparecía a la hora citada en el estudio con su bolsito en mano y sus polainas (uf… las polainas). La verdad que ni me registraba (pasamos una temporada sin que ella supiese siquiera cómo me llamaba), pero un día, aproveché una situación fortuita para jugarme mi única chance con ella. Resulta que agarré la rutina del programa y, aprovechando un ensayo de las bailarinas en el decorado y una tardanza del conductor, le pedí a la vestuarista y a la maquilladora que me preparasen como si fuera una estrella de Hollywood y salí a sonreír frente a las cámaras. Al principio las bailarinas me miraron raro (sobre todo ella que no sabía quién era ese flaco que estaba segura no haber visto nunca antes en su vida), pero después, tanto el equipo técnico como los productores y artistas que me rodeaban entendieron que le estaba por declarar mi amor y se coparon siguiéndome el juego.

Ahí miré el monitor y vi que estaba saliendo al aire para miles de espectadores. Escuché que los teléfonos comenzaron a sonar con televidentes que preguntaban quién era ese tipo que se animaba a hacer el ridículo por amor. Lo vi llegar al productor general junto al gerente de programación con ojos brillosos sin poder creer que uno de sus esclavos postmodernos estaba contaminando la pantalla de su canal. A mi ya nada me importaba, sólo hacerle saber a esa mujer, que rechazaba ofertas de amor a diestra y siniestra, que yo también me ponía en la cola para conquistarla para siempre. Y fue entonces, en medio de esa locura mediática, que me acerqué a ella y le pregunté: “¿Querés ser la co-conductora de mi corazón?”, y la bailarina, tras mirarme de arriba abajo, me contestó: “Tenés tramontana en el pecho, pibe”. Entonces, me corrí la camisa, y descubrí una galletita de chocolate derritiéndose sobre mi cuerpo, sentí mi sueño esfumarse, vi una película pirata terminarse. El sol asomaba por la ventana. Por suerte ya era domingo (o lo que es lo mismo, otro sábado a la noche en soledad superado).

Ya fue, la semana que viene me pido medio kilo.