Yo vi: Full Moon Party en Tailandia

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Nunca pensé que la luna iba a ser capaz de tanto. Tal vez como excusa para pasarla bien o por continuar con una tradición tailandesa que creó un turista hace unos 25 años al celebrar cada vez que sale la luna llena, la isla de Koh Phangan parece repleta de “lobos” salvajes dispuestos a comerse el mundo. Jóvenes voraces de alcohol, sexo y diversión copan la playa de Haad Rin y dan comienzo a la Full Moon Party.

Una fiesta se caracteriza por tener dos cosas: música y alcohol. Pero esta es diferente y no sólo por el hecho de que todo esté montado sobre la arena de una playa paradisíaca.

Carteles de luces y uno muy grande escrito con fuego dan la bienvenida a una de las fiestas más impresionantes del mundo, en la que todos están dispuestos a formar parte de una noche de locura. Empezando por la vestimenta. No hay persona que no invierta unos 3 dólares para tener su musculosa de la Full Moon Party o su traje de baño, por el mismo precio. Eso sí, si son flúo, mejor. Porque si bien lo que ilumina es la luna, la luz y los colores son piezas fundamentales en este evento. Vinchas, pulseras, collares, gorros y anillos con luces terminan de decorar el alocado vestuario de la gente. Aunque el toque final lo da la pintura flúo. Están quienes la compran y se hacen ellos mismos dibujos o manchones, pero una gran mayoría prefiere pagarles unos pocos Baths (moneda tailandesa) a los expertos que ofrecen sus servicios.

 

Con todo eso y con pequeños baldes de playa repletos de alcohol, unos 30 mil jóvenes de todo el mundo, de entre 20 y 30 años, se disponen a pasar largas horas de descontrol y euforia en la playa.

 

Cada bar tiene su DJ y uno puede optar por la música que más lo identifique, aunque todos se ocupan de poner los temas del momento, esos que más suenan en Europa y en Estados Unidos.

Las horas van pasando y yo descubro que esta fiesta tiene mucho más que música y alcohol. Hombres hacen malabares con antorchas de fuego, borrachos se trepan a los árboles, tailandeses ofrecen droga en la puerta de los baños y algunos arriesgados se tiran por un tobogán rodeado de fuego. Mientras las chicas pagan 30 centavos de dólar para ir al baño, ellos hacen sus necesidades en la orilla del mar, justo al lado de las parejas que eligen ese mismo lugar para tener sexo.

 

Gente baila en las tarimas y varios caen sobre los que están abajo, pero nadie se enoja. Te pisan, te empujan, pero nadie se queja. No hay persona que quiera alejarse del espíritu festivo que irradia el lugar.

 

Mientras sigo asombrándome con el comportamiento de unos y la destreza de otros, descubro que aquellos que no tuvieron la suerte de conseguir un hotel o hostel cerca de la fiesta se suben a unos barquitos de madera muy precarios para emprender el regreso.

Las personas se animan a todo y están dispuestas a todo. El negocio sexual funciona como nunca, especialmente para las ladyboys, aunque también están los que te agarran, te besan, te tocan y aprovechan la oportunidad para quedarse con los celulares y las cámaras de fotos de los turistas. Yo, en mi afán de pasarla bien, siguiendo las recomendaciones de los que ya habían ido y algo acostumbrada a la inseguridad, me vine con lo puesto: bikini, short y una musculosa de la fiesta.

 

Vi a más de uno que se pasó de rosca y quedó tendido en la arena como si hubiese perdido una pelea de Thai Boxing. Pero, afortunadamente, hay varios centros con médicos dispuestos a ayudar a aquellos que eligieron el exceso.

La fiesta empezó a las 20 horas y uno se pregunta hasta cuándo puede durar. Alrededor de las 3 de la mañana algunos se empiezan a ir, otros se sientan a fumar Shisha (conocida acá como Narguila), pero la gran mayoría se mantiene firme al pie del cañón, siguiendo la fiesta hasta que salga el sol y se esconda la luna que, en definitiva, es la gran protagonista de toda esta celebración.

Por Natalí Harari

@natiharari