La montaña enamora porque tiene la capacidad de sacar lo mejor -y lo peor- de cada uno. Allí, las máscaras no resisten y uno termina por mostrarse tal cual es. O por enfrentarse con quien realmente es. La montaña es enorme, y nosotros somos pequeños. La montaña es dura, compleja, y la vez es maravillosa y seductora.
La vida en movimiento
Yo era de #LaBandaSedentaria. Desde que tengo memoria, el deporte y yo estábamos peleados. Mi primer recuerdo claro, relacionado en algún punto con el running, fue cuando me dijeron que no podía correr. Que lo hacía mal, que era chueca (lo cual es cierto). No tenía más de cuatro años, y lo cierto es que no sé si antes de eso me llevaba bien o no con el deporte. Pero toda mi infancia luché contra las clases de tennis a las que me llevaban mis padres y, comenzando la adolescencia, prendí un cigarrillo, agarré un vaso de coca light y un libro, y así me quedé durante más de diez años. Hasta que un día apagué el cigarrillo, y “se hizo la luz…”.
Mi vida ahora pasa por un plan de entrenamiento y un par de zapatillas. Cuando el día es lindo y la temperatura es agradable, salgo a correr. Cuando llueve y hace frío, salgo a correr. Cuando hace calor, y la humedad de Buenos Aires parece aplastarte, salgo a correr. He descubierto que, si estoy cansada, hacer ejercicio me da energía; si estoy triste, me levanta el ánimo; si estoy contenta, exalta mi felicidad. El momento sola, corriendo, me sirve para encontrar soluciones a mis problemas, o para tomar aire y mirarlos desde otra perspectiva. A veces no pienso en nada, sólo me concentro en los movimientos de mi cuerpo, en mi respiración, en el viento contra mi cara, en el terreno que se mueve bajo mis pies.
Correr con amigos es simplemente maravilloso: compartir ese momento de íntima conexión con nuestro cuerpo con un amigo, genera un vínculo especial. Las charlas de los fondos se van volviendo más profundas a medida que van pasando los kilómetros. A veces, no hay profundidad, solo silencio y las respiraciones cruzadas, cada cual a su ritmo. Otras veces no hay ni profundidad ni silencio, sino bromas y risas. O cuentos repetidos, que ya conocemos de otros fondos, pero los escuchamos y nos divertimos igual.
Estoy convencida de que el hombre nació para #LaVidaEnMovimiento, que los beneficios de hacer ejercicio van mucho más allá de algo estético, o incluso de la salud… Creo que los beneficios sociales, mentales y anímicos que trae realizar actividad física son enormes. Correr me ha enseñado un millón de cosas, todas aplicables a mi vida: a buscar un objetivo, a cumplir con un plan tanto cuando tengo como cuando no tengo ganas, a esforzarme, a no bajar los brazos cuando las cosas se ponen difíciles sino a esforzarme más, a tener disciplina… Yo, desde mi lugar, hablo del running. Pero lo mismo se aplica a cualquier deporte, a cualquier tipo de actividad física. Los invito a ir conociendo el mundo del running, de las carreras y, especialmente, del ultratrail, mi gran amor. Y -por que no?-, de la montaña.
@SofiCantilo
Refugio Frey, una Navidad diferente
A veces Papá Noel llega antes. Como este año, que apareció el 22/12 haciendo realidad una idea maravillosa que tuve: pasar Nochebuena en el refugio Frey, en Bariloche. La primera Navidad separada es difícil, y más si encima no te toca pasar el 24 con tu hijo. Entonces necesitaba algo bien diferente. El lugar que más amo es la montaña, sin lugar a dudas y, cuando hay ganas, las cosas salen.
El 24 a la mañana cargué ropa, linterna, bolsa de dormir y aislante en una mochila de The North Face, y partí a Bariloche. La aventura empezó en la base del Catedral, donde compré una picada, guardé mi jean y remera en la mochila, y me puse ropa más deportiva.
La picada que va hacia Frey arranca por la base del cerro, hacia el sur. Es un sendero súper ameno al principio, de mucha vegetación en verano (yo había ido dos veces, en invierno, y me sorprendió!). Al rato de caminar, se empieza a ver el lago Gutiérrez hacia la izquierda y se va por allí, siguiendo el lago, hasta llegar al arroyo Van Titter. Allí se sigue por el valle del arroyo, ya subiendo por el bosque y pueden divisarse por primera vez las agujas de Frey. Recién después de cruzar el arroyo por un puente colgante grande es cuando el camino se pone un poco más empinado y un poco más duro. Sobre el final, aparecen algunas rocas y una vista que quita el aliento: el valle eterno, infinito, hacia la izquierda, y y las agujas y picos nevados de Frey hacia delante. Y el refugio allí, en medio de la nada, en medio de todo.
Y así pasé mi 24 de diciembre: caminando, subiendo, disfrutando de la naturaleza, cargando agua de los arroyos y preparando jugo. Mirando el lago, disfrutando de la paz. Siguiendo el arroyo, escuchándolo. Parando a su costado a comer una picada, a disfrutar del olor del bosque, del cambio de la vegetación a medida que me adentraba en el valle. De la desaparición de la vegetación a medida que subía, de las rocas. Del bombeo de mi corazón y de la conexión de mi cuerpo con ese lugar encantado.
La llegada a Frey es impactante: la casa de piedra es parte del paisaje y la laguna, enfrascada en medio de las agujas, tiene una magia especial. Saludo obligado a quienes tomaban mate afuera del refugio, dejar la mochila allí, y entrar a hablar con los refugieros, nuevos en la conseción. Apuntarme para el cordero de la noche y avisar que duermo allí. Salir a disfrutar.
Saltar entre las piedras y buscar un lugar en la costa de la laguna. Echarme, y ser feliz mirando y respirando. Volver a entender con qué poco uno puede ser feliz. Ver cómo se va poniendo el sol detrás de las agujas y mirar el recorte del perfil de las rocas sobre el cielo. Una luna bien finita que aparece allí, entre los picos.
La comida de navidad fue mejor de lo que me la imaginé: me encontré con un matrimonio amigo de Barioche, que habían subido al refugio con sus cuatro hijos, que van de los diez a los tres años (un enano rubio, divino, igual que el mío). Ganas infinitas de abrazar a mi hijo, pero poder disfrutar del momento. Hablar de carreras: de as que hicimos, de las que queremos hacer. De las que hicimos y queremos repetir. Reír con conocidos. Reír con desconocidos. Compartir la comida navideña con franceses, canadienses, holandeses, alemanes, bolivianos, noruegos. Y argentinos, obvio. Reír hasta que te duela la panza, y ya no acordarte de qué te estás riendo. Acostarte, feliz, en tu bolsa de dormir en un camastro, lleno de otras bolsas de dormir. Entrar en un sueño profundo.
Despertar, cambiarte, desayunar, y emprender la bajada. Querer enlentencer el paso por no querer que ese momento se acabe nunca. Pensar en mi Niño rubio, y querer apurar el paso para ir a abrazarlo. Parar en un mirador y llenarme los ojos del lugar. Respirar hondo, y llenarme los pulmones de ése olor, de ése aire puro. Ir mirando las flores del camino, y tropezar con alguna piedra. Reír en el suelo. Pararte, y seguir. La Villa Catedral marca el final del trayecto, el final del camino. Soñar con volver. Soñar con un viaje más largo, parando en todos los refugios. Están allí, sólo hay que organizarse.
Un agradecimiento especial a Ian, Alan y Federico, los nuevos refugieros de Frey, que contestaron mi llamado desde Buenos Aires en el acto y me tentaron para hacer realidad este corto viaje. A ellos y a todos los chicos que estuvieron trabajando en Nochebuena en Frey, ocupándose de que todos pasemos una Navidad maravillosa, ¡gracias!