Por: Sofia Cantilo
La montaña enamora porque tiene la capacidad de sacar lo mejor -y lo peor- de cada uno. Allí, las máscaras no resisten y uno termina por mostrarse tal cual es. O por enfrentarse con quien realmente es. La montaña es enorme, y nosotros somos pequeños. La montaña es dura, compleja, y la vez es maravillosa y seductora.
El Cruce de los Andes es una carrera que une Argentina y Chile, de 100 kilómetros, divididos en tres etapas (como si fueran tres carreras, tres días seguidos, cuyos tiempos se suman). Entre cada etapa, se acampa. Pero el campamento es a puro lujo: las carpas son provistas por la organización, y ya están armadas y numeradas esperándonos a los corredores, y hay asado, ensaladas y pastas preparados en cada uno de los Camps. La organización, además, se encarga del traslado de los bolsos con lo que cada corredor considere necesario para los campamentos o el resto de las etapas de carrera, por lo que uno sólo corre cargando los elementos obligatorios (saco vivac, polar, remera térmica de manga larga, buff o gorro, guantes, botiquín), además de la comida y bebida necesaria para la etapa.
Corrí mi primer Cruce allá por el 2008, de la mano de mi amiga Ana Wulff, ella súper experimentada y yo sin conocer de qué se trataba la carrera ni de qué se trataba la montaña. Acampamos la primera vez a orillas del Mascardi, verde, único. Al día siguiente, en Pampa Linda, al pie del Tronador. En ésa época, el campamento era más rústico: uno se llevaba y armaba su propia carpa, y preparaba su comida. Lo pasamos increíble: nos reimos, cantamos y jugamos. Y, de yapa, ligamos un segundo puesto.
La experiencia fue mágica y, de ahí en adelante, volví al Cruce todos los años, menos en el que estuve embarazada. Lo mejor que tiene el Cruce, es que todos los años cambia de recorrido y de paso fronterizo, por lo que jamás se repite y, si uno se la pierde, no puede hacerla al año siguiente. Por eso me llamó tanto la atención que este año la base del Cruce fuera el cerro Catedral, en Bariloche, y que el segundo campamento se repitiera. Pero de nuevo el Club de Corredores me maravilló con una carrera totalmente nueva y distinta, a pesar de repetir algunos de los lugares del 2008.
Este año mi coequiper fue Laura Lucero, una chica fuertísima de Neuquén. El primer día -que salimos desde la cuádruple del Catedral hacia arriba, para bajar el cerro entre rocas y lajas, después agarrar la picada que va hacia el Frey (picada suave, maravillosa) y luego un bosque que nos llevaba hasta la orilla contraria del lago Gutiérrez-, nos costó ponernos a tono. Ella estaba mejor que yo y no habíamos tenido oportunidad de entrenar juntas. Por suerte, las dos etapas siguientes pudimos entendernos bien, y pasamos a divertirnos mucho con nuestros “compañeros de ruta” (aquellos equipos que llevaban un ritmo parecido al nuestro, y entre los que estaba un team de amigos míos). Empezamos a conocer hasta las mañas y fortalezas de los otros corredores!
Los campamentos fueron maravillosos: el lago Gutiérrez parecía un “all inclusive”, desde el momento en el que te recibían en el arco con Gatorade, hasta las reposeras y un chico que llevaba choripanes y tragos a la orilla, un espacio enorme de limonadas Terma… Era algo de no creer! El Camp2, el mismo del 2008 en Pampa Linda, era más rústico pero tenía el Tronador, blanco, eterno, imponente. Único. A medianoche, cuando me levanté para ir al baño y salí de la carpa, pensé que había un reflector prendido, porque la luz era impresionante. Pero se trataba de la luna, las estrellas, y los glaciares del Tronador que reflejaban su luz. Simplemente maravilloso.
El Cruce de los Andes engloba todo: risas, llantos, enojos, emociones por doquier. No tiene el formato de carrera que más me gusta, pero la elijo -y la vuelvo a elegir todos los años- porque el espíritu del Cruce es el compañerismo: con tu coequiper, con los demás corredores, con tus amigos. Vivir la tensiones de la carrera de a dos, es más llevadero. Y compartir los campamentos con los amigos y los demás corredores, sea cual fuera su ritmo, enseña. El llegar extenuados a un campamento hace que nos frustremos rápido si algo no sale como nos gustaría, pero ahí hay alguien para darnos una mano. De todos tenemos algo que aprender, y está en nosotros hacerlo o no.
Una mención especial a mi amigo del alma y entrenador, Marcelo Perotti que, en el año que cumple 50, ganó el Cruce de punta a punta en categoría mixtos.