La Isla del Alumno Autodidacta. Parte 2

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PROYECTO PIBE LECTOR es un blog de FICCIÓN. Cualquier parecido con la realidad, es mera coincidencia.

13. La Isla del Alumno Autodidacta

(cuento dividido en dos partes)

 

Para leer la Primera parte, hacé click aquí.

Segunda parte (Final):

La comisión del Ministerio volvió con el ceño arrugado y un visible malestar. Todos los jóvenes se habían negado rotundamente a realizar las pruebas que ellos les habían entregado. Algunos habían roto los papeles, los habían pisoteado, se habían enojado. Otros, después de escribir sus nombres en las hojas, ante la insistencia inusitada de los profesores desconocidos, habían garabateado frases como: “No ago la prueva por que no tengo la gana”. Junto a los evaluadores, la mitad de los docentes de la isla volvió al continente y presentó su renuncia. El señor X no emitió comentario alguno, pero mandó a buscar a su hijo y lo internó en un colegio más privado y prestigioso que el anterior a la experiencia isleña. El sabio leyó de reojo en uno de los informes: “Ningún alumno de la isla formuló preguntas o requirió los servicios del plantel docente”. Vio, entre puntos luminosos, desfilar  frases sueltas: “Jamás me sentí tan humillado”, “Vejado”, “Frustrado”, “Como si yo no existiera”“Insultado en mi dignidad de maestro”. No leyó lo demás. Le pareció una injuria innecesaria.

La isla del Alumno Autodidacta

La isla del Alumno Autodidacta

A pesar de que ninguno de los chicos aprobó prueba oficial alguna, con la excepción de X, los padres no tuvieron objeciones. X no había dicho nada, así que “el que calla, otorga”, pensó el sabio, quizás tuviese razones personales para privar a su hijo de la experiencia isleña. No se desesperó. Los empleados de la empresa veían a sus hijos cuando lo deseaban mediante un sistema de video cerrado, hablaban o chateaban con ellos a diario. Algunos habían hecho apuestas sobre el hijo de quién aprobaría las pruebas antes. El rendimiento de los empleados había mejorado notablemente; el señor X estaba conforme y continuaba aportando el dinero para el proyecto.

El erudito escribió seis libros sobre la experiencia autodidacta, omitiendo los incómodos (por el momento, esperaba internamente), resultados e informes docentes. Elevó la velocidad de internet en la isla y autorizó la apertura de un local de comidas rápidas, a pedido de los chicos, que “merecían” ese incentivo. Escribió sobre los enormes potenciales de los jovencitos, olvidando que no los conocía, que no tenía la menor idea de lo que esos mismos jovencitos estaban haciendo allá lejos, sin las caricias de sus padres, sin la palabra atenta de sus docentes, solitarios en la escuela que no era escuela. Pequeñas islas adentro de una isla.

Así llegó otro año, pasó otro, pasaron otros. En el escritorio del sabio hubo más informes, que decían exactamente lo mismo que los anteriores. Tenía que ser un error. Era evidente que no podía ser cierto. Los padres estaban contentos, el señor X no había recordado el asunto, los chicos no mostraban señales de querer volver, ningún accidente había ocurrido, los libros sobre la isla eran best seller y el sabio estaba a punto de presentar su candidatura como Ministro de Educación en el continente. Bastaba con ignorar los papeles… o eso pensaba el erudito. Porque la vida tiene vericuetos impredecibles.

El señor X falleció. Así, de improviso, como suele suceder esa circunstancia. Su joven heredero, al revisar cuentas, consideró que la suma de dinero destinada a la educación isleña que se brindaba a los empleados era una cantidad exorbitante y aranceló la famosa escuela. Sabía a qué atenerse: había estado en la isla y realizado la experiencia. En su privado y prestigioso instituto había tenido que estudiar como nunca para recuperar el tiempo que había pasado sin hacer nada allí. Si lo hubiera deseado, el joven muchacho ex isleño hubiera podido derribar de un plumazo los trece best sellers sobre educación autodidacta del nefasto sabio. Pero había heredado no sólo la empresa, sino la fiaca del temperamento de su padre. “Que haga la suya”, pensó, “a los que tenemos la plata, a los que manejamos las marionetas, no nos viene mal la carne de cañón”. No por nada lo llamaba cuando pibe “la piel de Judas” el papá. Una joyita, la moral del nene.

El erudito, el año que se privatizó el proyecto, de pura indignación, escribió su libro número catorce. Fue tan exitoso como los anteriores, hecho que motivó que estuviera muy ocupado el día que regresaron los originales jóvenes autodidactas de la isla (los padres de estos chicos eran empleados y no podían pagar cuotas elevadas en escuelas ubicadas en islas exóticas). Estaba de gira, dando conferencias sobre la educación autodidacta, por esa razón no ocupó el lugar de honor que le habían reservado en la ceremonia de bienvenida. Las teorías del sabio eran consideradas revolucionarias; ni siquiera él había pensado que los fracasos en las evaluaciones de los jóvenes podían ir en contra de su éxito editorial y promisorio futuro como político. Los padres estaban contentos; abrazaban a sus azorados hijos, les decían “qué bueno verte en carne y hueso”, “cómo creciste”, “ya tenés más barba que yo” y frases por el estilo. Las habitaciones de los niños, convertidas durante su ausencia en otras cosas, volvieron a ser habitaciones. Los chicos, contra absolutamente todo lo que esperaban los resentidos docentes que habían renunciado al proyecto (que eran los únicos que esperaban algo malo, en realidad, de puro anticuados y malvados, al parecer), se insertaron en sus antiguas escuelas tradicionales, con o sin sus antiguos compañeros, como si nada. Eso sí, volvieron a fracasar en las pruebas de las comisiones evaluadoras. Pero como eso le pasaba a la mayoría, nadie pareció atribuirlo a la experiencia isleña ni emitió comentario alguno.

Arancelada, paulatinamente la escuela de la isla se transformó en exclusiva, original y tradicional escuela. Los papás pagaban sus cuotas, por lo tanto, se inmiscuían y pretendían que los hijos estudiaran y aprendieran. No sólo lo pretendían, lo exigían: querían una es-cue-la. Con profesores, trabajos prácticos, deportes, plástica, música y pruebas orales y escritas. Y certificados oficiales.

El otro cambio se produjo en la empresa del difunto X, donde el joven heredero dejó de contratar adultos jóvenes y prefirió los adultos mayores, sin hijos. Y cuando el erudito sabio se suicidó luego de perder en las elecciones (un desgraciado y resentido ex docente de la isla había publicado informes sobre los rendimientos académicos de los chicos en un diario opositor, con un éxito demoledor para las teorías autodidactas), envió una corona de flores con el nombre de la empresa de su padre a la casa velatoria. Si algo había aprendido en la escuela, era a tener buenos modales. En la utópica y ridícula isla del alumno autodidacta no, ahí no había aprendido absolutamente nada, en la escuela verdadera. En la escuela. Es-cue-la.

 

FIN

 Comentarios:

Yésica (inició sesión en messenger): Esperé una semana para leer el final de esto y les digo VIERON QUE YO TENÍA RAZÓN, NINGUNOS GILES LOS PIBES.

José (comentarista destacado): Yésica, vos sí que estás al cuete.

Matías (comentarista estrella) : ¡Ese sabio se merece la ORCA por desgraciado!

Yésica (inició sesión en messenger): ¡Con delfines, con delfines!

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